La censura del ministro de Energía y Minas, Rómu...
Intentando explicar una “bipolaridad” que se resume en buena economía y mala política.
A pesar de una década de crecimiento, una evidente reducción de la pobreza y la desigualdad reconocida por ángeles y demonios –más allá del debate de las cifras-, cada cierto tiempo, el país es azotado por ventarrones de pesimismo. Cuando los políticos se someten al escrutinio ciudadano el desconcierto se generaliza. Un muro infranqueable parece haberse levantado entre el crecimiento económico y la crisis política, un muro que ya empieza a pasar facturas: La desaceleración del crecimiento y de los niveles de reducción de pobreza. El 2013 apenas crecimos 5 puntos, debajo de nuestro potencial (más de 6%). Un punto menos de crecimiento es una tragedia para un país con el 25% de su población en pobreza.
Si bien es cierto que la desaceleración tiene que ver con factores externos, es evidente que la lentitud en la reforma del estado, la tupida tramitología que ahorca a la inversión privada, la polarización política en que se busca degollar al rival, son factores a tener en cuenta.
La magnitud de la tragedia se refleja en que el Congreso, el Poder Judicial y los partidos yacen en el fondo del abismo de la desaprobación ciudadana, un fondo hacia donde también puede rodar la propia popularidad presidencial. ¿Cómo explicar esta especie de bipolaridad nacional que -no obstante la desaceleración- se expresa en una buena economía y una terrible política? ¿Dónde están las respuestas?
Considerando que los divorcios entre la economía y la política emergieron a la superficie con todos sus rostros y cicatrices luego de la transición política del fujimorato a la democracia, quizá habría que escarbar en esa etapa para encontrar respuestas.
Una primera cuestión: Recuperamos la democracia sin diálogo, si un pacto, entre quienes detentaban el poder y quienes luchaban por restablecer las libertades. El fujimorismo implosionó sumergido en insalvables contradicciones internas y, como por leyes físicas, la sociedad creó nuevos actores como Alejandro Toledo y restableció lugares para los grupos políticos, pero nació el anti-fujimorismo, el primer partido político del país post fujimorista.
En la medida que la restauración democrática no fue producto de un acuerdo, el ejercicio político se convirtió en una disputa por el liderazgo de este nuevo anti. Toledo ganó bajo esa bandera, la elección de Ollanta Humala sería inexplicable sin la misma tirria, y todo indica que la carrera hacia el 2016 estará signada por un humor parecido. Pero como todo anti produce una reacción, el fujimorismo se ha transformado en una fuerza con un núcleo duro y es absolutamente posible que Keiko Fujimori dispute la segunda vuelta del 2016. Semejante situación viabiliza la opción de Alan García, quien ya se ofrece como la mejor alternativa para derrotar a Keiko. Pero también alimenta los apetitos autoritarios de una candidatura de Nadine Heredia, el proyecto de la reelección conyugal. Ante un triunfo de Keiko, la figura de Nadine se suaviza para los campeones de los anti.
La ponzoña del anti explica la falta de coaliciones estables y la ausencia de partidos. En las sociedades donde las transiciones se desarrollaron mediante acuerdos y diálogos, como la chilena, española o salvadoreña, los partidos de izquierda y derecha se modernizaron y tornaron a prosperar. El motivo: Como la política no se focaliza en el liderazgo del anti o la exclusión del adversario, entonces, puede concentrarse en las reformas y en los diseños institucionales que permiten desplegar todas las capacidades creativas de la sociedad. La democracia busca la cooperación de los actores desterrando las exclusiones. El autoritarismo y los fundamentalismos arrojan al adversario a los infiernos.
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