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Gobierno no percibe desborde de inseguridad Las recientes declaraciones del presidente Humala y, sobre todo, su afirmación acerca de que el desborde de la inseguridad ciudadana es un asunto “de percepción” nos revelan que el jefe de Estado ha perdido algunos cables a tierra. La delincuencia desborda a la sociedad y puede terminar emponzoñando una década y media de democracia y un cuarto de siglo de economía de mercado. En el Perú existen zonas virtualmente liberadas de la autoridad del Estado, donde bandas criminales cobran cupos a los actores del mercado y crean tal cantidad de sobrecostos que se convierten en una muralla más para cualquier inversionista. El ejemplo que describe esta realidad se presenta con las calcomanías que los criminales ponen a los taxis en Trujillo indicando a las bandas contrarias que estas unidades “están bajo protección”. Es decir, en algunas áreas del país, comienza a surgir un “orden”, “reglas de cumplimiento obligatorio” a cargo de criminales, algo que nos recuerda al violento Chicago de los años treinta. En estas ciudades, quién que rompe el ordenamiento delincuencial recibe la visita de sicarios. ¿Cómo así, pues, el presidente puede hablar de percepción, repitiendo el argumento que le costó a Jiménez Mayor su renuncia a l a presidencia del Consejo de Ministros? El Mandatario pretende ignorar que hoy el Estado no protege la vida, la salud ni la propiedad de las personas. Miles de negocios comienzan a cerrarse, por ejemplo, en San Juan de Lurigancho. Gota tras gota se va agravando así la desaceleración económica. Ante cualquier duda valdría recordar que nuestro país tiene la más alta tasa de victimización de América Latina: El 65% de los ciudadanos se siente inseguro en las calles y según cifras del INEI, en el 2013, cada día 183 ciudadanos fueron víctimas de la delincuencia. Para ser justos debemos decir que el desborde de la delincuencia no es responsabilidad exclusiva del régimen humalista, sino que tiene que ver con el desplome institucional que padece el Perú en medio de un sorprendente crecimiento económico. Es decir, en el país la prosperidad y la riqueza se ha multiplicado considerablemente sin que el Poder Judicial, el Ministerio Público, la Contraloría, la Policía, el INPE y otras entidades se hayan reformado para acompañar y potenciar el despegue económico. Sin embargo el nacionalismo tiene gigantesca responsabilidad al haber permitido que el asunto explote en el campo y la ciudad mientras los ministros –y ahora el Presidente- nos hablan de “percepción ciudadana”, sobre todo, cuando una de las razones de la elección de Humala tenía que ver con la imagen, el símbolo de la autoridad. La idea de un acuerdo nacional para enfrentar el desborde social de la delincuencia se convierte en un clamor, porque es evidente que el gobierno no tiene las propuestas ni los hombres para enfrentar el problema. Recordemos que desde el inicio del régimen, el propio jefe de Estado, a través de colaboradores y asesores, manejó directamente las carteras de Interior y Defensa, de modo que el fracaso político en ese sector puede tener una increíble magnitud. Si el gobierno no impulsa un acuerdo y asume medidas dramáticas, tarde o temprano, comenzarán a surgir organizaciones de vigilantes privados que protegerán la vida, la salud y la propiedad de los ciudadanos. De una u otra manera las prácticas del Far West se reeditarian en nuestra realidad y comenzaríamos a ver delincuentes ajusticiados. El Perú, entonces, en medio de la prosperidad económica, habrá caminado hacia atrás como los cangrejos, y sería uno de los pocos países que, teniendo todas las condiciones para avanzar hacia un nuevo contrato social, hacia un Estado moderno y democrático, involucione al estado de naturaleza donde no hay una ley nacional, sino leyes locales a cargo de vigilantes o milicias regionales. Suena alarmista, pero a veces es mejor alertar que contemplar como la espiral delincuencial se vuelve indetenible.
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