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La crisis de gobernabilidad que amenaza desatar el caso Belaúnde Lossio
No se puede tapar el sol con un dedo. Desde el retorno a la democracia, el Perú nunca padeció un deterioro institucional como el que hoy enfrentamos. Cuando el Consejo Nacional de la Magistratura suspendió en el cargo al Fiscal de la Nación, Carlos Ramos Heredia, hasta que culminen las cuatro investigaciones que el magistrado enfrenta, asistimos a un desenlace institucional inédito en la democracia post fujimorista. El Fiscal de la Nación es el titular de la acción penal del Estado, es decir, el representante estatal de la acusación penal, el símbolo democrático del poder punitivo de la sociedad, pero ahora está destituido.
Pero cuando Ramos Heredia denunció que Martín Belaunde Lossio estaba en Bolivia, emplazando al ministro del Interior, Daniel Urresti, a capturarlo, de pronto, los principales representantes de instituciones tutelares del Estado parecían enfrascados en vendetas y pistoletazos que hoy se desencadenan en las calles más peligrosas.
Y cuando el gobierno, los ministros, y las autoridades se enredaron en un verdadero culebrón de versiones acerca de una supuesta orden internacional de captura contra Belaunde Lossio que nadie conocía en Bolivia en el momento en que el prófugo solicitaba refugio, las cosas eran clarísimas: el gobierno nacionalista llevaba la institucionalidad al límite. La democracia estaba herida de gravedad.
Si bien creemos que el futuro de la pareja presidencial aparece sombrío, no solo porque, tarde o temprano, Belaunde Lossio terminará recluido en el Perú, sino también por la manera cómo se envileció la democracia fomentando polarizaciones y guerras con la oposición que solo se conocen en los regímenes autoritarios, lo importante del tema no reside allí. Para eso están los jueces, los fiscales y la Contraloría. Lo relevante está en cómo desarrollamos la transición hacia el 2016 con semejante deterioro institucional y con una preocupante desaceleración de la economía.
Suena a una contradicción hablar de transición en una democracia. Se suele hablar de transición cuando se abandonan regímenes autoritarios y una sociedad enrumba a la libertad. Pero la verdad es que necesitamos entender el camino hacia las elecciones generales como una transición. No hay otra. La sensación que vivimos es que todo se puede desmoronar con un audio o un documento. La impresión es que los ministros que pretenden hacer reformas para enfrentar la desaceleración están bloqueados por la propia crisis política del régimen. En ese contexto, ¿cuál debe ser la conducta de los demócratas?
En primer lugar, debemos entender que la Carta Política ha consagrado todos los mecanismos viables para absorber crisis institucionales cómo la que enfrentamos. Las instituciones que la Constitución consagra ya han demostrado su eficiencia con el relevo del Fiscal de la Nación. El hecho que el fiscal más antiguo asuma la representación del Ministerio Público es en sí mismo una expresión de la regeneración de la democracia con herramientas institucionales. En ese sentido, es hora de comprender que todos esas herramientas deben estar a disposición de la sociedad abierta.
En segundo lugar, es hora de que la oposición entienda que, en una democracia, ya se presidencialista o parlamentaria, cuando el gobierno es la primera fuente de ingobernabilidad, a la oposición le toca ponerse sobre los hombros la responsabilidad de la gobernabilidad. Los principios democráticos indican que el colapso de un gobierno de ninguna manera debe amenazar a la democracia. Todo esto implica una manera de hacer oposición, como se dice, con razón, con ventaja y sin sobrepasarse. Algo sumamente difícil cuando se inicia la campaña electoral, pero, en todo caso, allí debe residir la grandeza de los líderes políticos.
Asistimos, pues, a una de las pruebas más difíciles para nuestra democracia sin partidos que, no obstante la multitud de problemas, avanza hacia el cuarto proceso electoral sin interrupciones.
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