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El Congreso ha aprobado reconsiderar la votación de la bicameralidad. Si bien todavía no existen los votos para evitar el referendo, en el que los populismos y las demagogias pueden bloquear esta trascendental reforma, existe la posibilidad de que las bancadas del Legislativo avancen por la bicameralidad y reúnan los dos tercios de votos. La bicameralidad no tiene sentido si es que, igualmente, el Congreso no deroga la prohibición de la reelección parlamentaria.
Antes de explicar la trascendencia de la bicameralidad vale señalar que, desde el populismo y la demagogia, se argumentará que el referendo es el mejor camino para aprobar estas reformas porque otro referendo sancionó que no eran viables. El argumento de la opinión del pueblo, el mismo que utilizó Pedro Castillo para destruir el país, volverá a esgrimirse. Los sistemas republicanos, desde Platón y Aristóteles, nacieron para establecer el gobierno de las instituciones y controlar la tiranía de uno, de pocos y de muchos. En ese sentido, el llamado pueblo, la opinión de la mayoría sobre las instituciones, también se puede convertir en una tiranía como sucedió con la revolución francesa, la revolución bolchevique, el terror nazi y –salvando distancias– acaece con los regímenes bolivarianos.
De allí que el argumento demagógico del pueblo en la reforma debe ser relativo y los congresistas deben enfrentarlo sin temor. Finalmente, todas las tragedias políticas se desataron con el referendo de Martín Vizcarra que destruyó el sistema político. Es decir, otro proceso donde se invocó al pueblo.
Planteadas las cosas así, la sola instalación de la bicameralidad perfeccionaría los sistemas de control y equilibrio del poder político que, luego de las elecciones del 2016, fueron incapaces de evitar la crisis política permanente que nos ha llevado a tener seis jefes de Estado fuera de los periodos constitucionales. ¿Por qué? El Senado representaría una segunda cámara, más reflexiva, encargada de revisar las leyes aprobadas en la cámara de diputados, que evitaría que el Tribunal Constitucional (TC) se convierta en una especie de Senado, tal como viene sucediendo. De alguna manera la existencia de una segunda cámara elevaría la calidad y la actuación del Congreso y del propio TC.
Igualmente, una segunda cámara nos alejaría de la disyuntiva entre vacancia presidencial o disolución del Congreso que amenazó al sistema democrático en los últimos años, y que casi le permite a Pedro Castillo y al eje bolivariano instalar un sistema dictatorial. En el sistema bicameral, por ejemplo, la cámara de diputados acusa al jefe de Estado, pero el Senado juzga y toma la decisión sobre el asunto. En otras palabras, se evitan unilateralidades y arbitrariedades que un sector del país denunció en los últimos procesos de vacancia presidencial. Asimismo, cuando se produce la disolución del Congreso solo se deroga la primera cámara y permanece el Senado asumiendo las funciones del Poder Legislativo. La bicameralidad, pues, habría convertido en imposible los objetivos del cierre inconstitucional del Congreso o del golpe de Estado que perpetró Vizcarra y que, sin embargo, se revistió de un ropaje constitucional.
Además, una segunda cámara mejoraría radicalmente la representación parlamentaria al elevar la valla –sobre todo en edad– para los futuros representantes. De alguna manera los partidos políticos se verán obligados a convocar a candidatos de más calidad. Y por otro lado, se establecería un sistema diferente de elección: distrito nacional o regionales para los senadores.
Cualquiera sea el ángulo de análisis, el regreso a la bicameralidad es una enorme posibilidad para reconstruir el sistema político que fue devastado por el referendo que impidió la instalación de un Senado y estableció la barbarie constitucional y política de prohibir la reelección de los parlamentarios, como si las sociedades pudiesen jugar con sus clases políticas. Es decir, con quienes deciden el destino de todos.
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