Hugo Neira
Sobre el Estado
El Estado como la organización de organizaciones
Hace un par de semanas, les traía un texto del colombiano Arciniegas sobre la crisis del Estado en América Latina escrito en los años sesenta. Ahora invito al amable lector a leer uno de mi autoría, que viene de un libro agotado (¿Qué es Política en el siglo XXI? Fondo Editorial USMP, 2018) en el cual traté la cuestión del Estado, la forma de organización que específicamente se ocupa del quehacer político, según la definición de la Enciclopædia Universalis.
El nacimiento del Estado moderno (de derecho, racional) es inseparable del concepto de soberanía. Esta viene acompañada de la “razón de Estado”. ¿Y qué razón es esta? La de salvaguardar al Estado mismo. Es un principio que entendía muy bien Richelieu, el objetivo prioritario del poder es el poder mismo. Y la pregunta que nos tenemos que hacer es si hemos terminado por ir lejos del momento en que Maquiavelo aconsejaba al Príncipe a no pensar en otra cosa que en la guerra. Tanto la guerra interna como externa ante otras señorías.
Un Estado es, ante todo, una “realidad política”, según el filósofo francés Alain Cambier, pues “un Estado que fuese un puro sistema de normas no sería sino una versión restringida e ineficaz del Estado mismo”. El año pasado, la población mundial sobrepasó los 8 mil millones de terráqueos. Cada diez años nacen 74 millones de chinos y 190 millones en la India, que será el país más poblado de la tierra. ¿Qué tipo de Estado mundial, qué burocracia, se atrevería a manejar esa inmensa humanidad cuando, Estado por Estado, ya es difícil la administración?
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Del Estado, en genérico
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¿Es posible una síntesis sobre el Estado? Al parecer lo es, si se abrevia en una primera parte la historia de la humanidad como lo hace el politólogo canadiense Gérard Bergeron (Petit traité de l 'Etat), desde los “Estados” que faltan, en sociedades llamadas primitivas, o por el contrario, donde hay demasiado Estado con los imperios, que llamaríamos despóticos. El Estado aparece al final de la evolución humana. No hay señales de Estado cuando los australopitecos ni con los neandertales. Bergeron señala nueve gradas para llegar de la evolución de los homínidos al primer Estado. Los primeros son “gigantescas centrales de potencia”. Lo que sigue es más conocido, de la ciudad-estado al Imperio del mar. De lo bárbaro a lo feudal y a lo imperial. La segunda parte está consagrada a la emergencia del Estado ‘soberano’. Su reconocimiento se hace general en el XVII. Monarquía inglesa y francesa. Luego, una forma que es adoptada por un círculo de Estados. Y de dinástico a absolutista, de Hobbes a Bossuet, de Locke a Montesquieu, el Estado que constitucionaliza lo “nacional”.
En la tercera parte, aparece el Estado contemporáneo. Le parece omnisciente. Una definición, “el Estado como la organización de organizaciones”. Pero también estudia los casos de débil coherencia. Debemos detenernos en sendos puntos. A su parecer, la disciplina que estudia las organizaciones, tiene ante ese reto actitudes diversas. O bien lo considera una organización como cualquier otra. O bien lo tiene fuera del campo de lo investigable. Hay una tercera opción, hacerle el honor de considerarlo una megaorganización. Prefiere esta última. Pero su organización “no es la de un club de bridge, una firma o un ejército”. El Estado organización necesita una legitimización. Lo que nos remite a lo que Weber señala, las diversas legitimidades.
Bergeron confirma algo que viene de la realidad. La diversidad de Estados. En la época en la que escribe, ya hay 195 Estados y territorios no independientes. Casi todos son miembros de las Naciones Unidas. En el proceso de la descolonización, muchos han cambiado de nombre: Congo Kinshasa, Rhodesia, Camboya y Ceylán se volvieron Zaire, Zimbabwe, Kampuchea y Sri Lanka, y algunos volvieron a recuperar sus antiguos nombres. La ruptura de Yugoslavia multiplica el número de Estados. Lo mismo la división de la ex Checoslovaquia. Todo este menudo proceso parece no tener mucho sentido. Pero, los trabajos del tipo emprendido por Bergeron permiten darnos una visión de conjunto. El Estado es parte del proceso de mundialización. O dicho de mejor manera, los países tienden a estatizarse. Es más, lo que está ocurriendo es que el planeta es uno, pleno de Estados. Sea la religión, la etnia, el lugar, el proceso comenzó en el XIX y se acelera en el siglo XX. El Estado alcanza la catolicidad, dice Bergeron, con ironía, puesto que católico quiere decir universal. No es pues una forma política, sino “la fórmula política tal cual”. Y se remite a una fuente, L’État dans le monde moderne (París, 1976). La obra me parece que es de Henri Lefebvre.
La contabilidad de los Estados es un ejercicio muy corriente. Yves Lacoste los agrupó en 33 “conjuntos geopolíticos”, salvo siete grandes Estados, URSS, Estados Unidos, China, India, Brasil, Canadá. Pero eso era la Realpolitik en 1988. En los días que corren, esas reagrupaciones no son ya usuales, se prefiere hablar de “la crisis de los viejos sistemas hegemónicos y de un mundo policéntrico”. Con más de 7 mil millones de habitantes, el asunto migratorio por todas partes, la desigualdad que provoca el crecimiento económico bajo las firmas transnacionales, la búsqueda de un desarrollo que no afecte a la pérdida del empleo, la aparición de nuevas formas de comunicación y tecnología de contacto inmediato, ocurre algo temible por ambos lados. La legitimidad la pierden de a pocos los Estados. Y también las organizaciones de carácter mundial. La crisis de la gobernabilidad es interior y exterior. De modo que si bien es cierto que se multiplican los Estados, esto puede ser un movimiento espontáneo de los pueblos y masas, de doble signo. O se preparan para defender sus señas o identidades, o para acelerar la mundialización misma. Me temo que nadie está en condiciones de decir cuál de esas tendencias concluirá por imponerse. O cómo en otros casos en la historia, surgirán formas ambiguas, combinatorias de una cosa o de la otra. ¿Y cómo se llama entonces, esa actividad que se ocupa de darle forma legal a lo inconexo y por momentos, irracional? Se llama política. Pero no por haberla inventado los griegos lograron llegar a unirse en lo que pudo ser la helenidad. Nunca superaron la polis, el Estado-ciudad. Lo que permite a George H. Sabine decir, “el fracaso de la ciudad-estado”.
Sabine, gran profesor en Cornell University, autor de textos admirables por su minuciosa descripción del pensamiento político de Platón a nuestros días, tiene enjuiciamientos un tanto desmedidos. Diría un tanto provincianos. Strauss le habría criticado por partir de sus propias preguntas. A los antiguos —consejo de Strauss—, hay que interrogarlos desde sus propias preguntas. Lo cual demanda del historiador un grado muy grande de empatía. Los griegos son mucho más distintos de nuestra manera de ver las cosas de lo que creemos. Claro está, nos resulta inverosímil que los griegos no realizaran algo más audaz que la ciudad-estado. Pero en ese caso también podemos señalar con el dedo, a las monarquías del siglo XVI al XIX, que se hicieron la guerra porque no pudieron reunirse en algo como la Sociedad de Naciones o las Naciones Unidas. O reprochar a incas y aztecas no haberse unido para rechazar a los Conquistadores. ¡No lo hicieron porque ambos imperios no llegaron ni a rozarse! No debemos hacer, a los hombres del pasado, nuestras preguntas sino pensar desde su pensar. Los griegos nunca vieron la necesidad de algo más grande que la polis, entre otras cosas, porque no eran muy numerosos. Atenas en su apogeo llegaba apenas a 140,000 habitantes. Los reinos aparecen con un sentido demográfico. Los persas, sí eran numerosos. ¿Y qué tenían? Tenían reyes, sátrapas o funcionarios menores, diversos pueblos sometidos. Cada caso tiene su propia lógica. Y cada lógica, es una política distinta.
¿No hemos explicado, en las primeras páginas de este libro, que China crea el primer Estado con funcionarios y poder central porque necesita reunir diversos reinos e intereses en torno a obras hidráulicas para contener los grandes ríos y prosperar como sociedad rural? Y no hace eso con una nobleza —que como en otros episodios de la historia, son gente de guerra— sino con funcionarios llamados mandarines. ¡Con letrados! (HN, ¿Qué es Política en el siglo XXI? pp. 176-178)