Miguel A. Rodriguez Mackay

¿Por qué Sagasti no es un estadista?

Dejará al país en la más completa incertidumbre

¿Por qué Sagasti no es un estadista?
Miguel A. Rodriguez Mackay
08 de julio del 2021


Aunque Francisco Sagasti sea presidente constitucional de la República por algo más de ocho meses –lo es de
iure, sin discusión–, jamás será recordado como un estadista, que es lo que todo gobernante quisiera. Alan García fue consciente de esta realidad y por eso durante su segundo mandato (2006–2011) se esforzó en conseguirlo, y sería mezquino no reconocer, por ejemplo, que tomó la decisión histórica de demandar a Chile ante la Corte Internacional de Justicia, aquel 16 de enero de 2008, por el pendiente de la delimitación marítima, debido a la ausencia de un tratado entre ambos países.

Este nivel de elevaciones de un gobernante para sentarse bien y seguro en el sillón presidencial, no ha pasado por la cabeza de Sagasti, porque a lo largo de su corta gestión –no se requiere de un quinquenio para hacerlo–, tampoco identificó y distinguió el exacto rol del jefe del Estado. En otras palabras, guste o no, le quedó grande la alta investidura que le fue conferida por el Congreso de nuestro país. Lo anterior va más allá de que el grueso del equipo responsable de la vacunación, que venía de los tiempos de Martín Vizcarra, pudo por fin encontrar el ritmo esperado, y por tanto, hallar una luz al final del túnel, para el dramático problema de la adquisición de vacunas.

Seamos claros, la tarea constitucional de Sagasti, era velar por el cabal cumplimiento de las elecciones de comienzo a fin. Convocadas por Vizcarra –su predecesor constitucionalmente fue Manuel Merino–, a Sagasti le corresponde la obligación de que el país camine hacia la alternancia en la conducción del poder, sin sobresaltos. Y lo más importante, garantizando que la autoridad electoral haga su trabajo con transparencia. Para nadie es un secreto que el proceso de la segunda vuelta ha estado plagado de irregularidades por las sistemáticas negaciones a la aplicación del derecho sustantivo y por denuncias de todo calibre por los dos partidos involucrados en la competencia eleccionaria. Y el propio mandatario, disparándose a los pies, precisamente por no poder identificar su exacto papel como presidente, ha contribuido notablemente al manoseo de las elecciones.

Sagasti se olvidó de la neutralidad e imparcialidad que como jefe de Estado debía cuidar escrupulosamente. Sin comprender el volumen del cargo que tiene, levantó el teléfono para llamar al Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa; y más allá del parecer del afamado novelista, receptor del mensaje palaciego, Sagasti hizo muy mal en contactarlo, quedando descalificado. Pero sin darse cuenta de su grave error, a sabiendas de la existencia de un proceso cuestionado por la opinión pública nacional, agudizado, además, por la actuación de los propios miembros del Jurado Nacional de Elecciones, el presidente declaró sosteniendo que “las elecciones eran limpias”.

Su increíble o deliberada vocación para la parcialización –algún día sabremos la verdad– no era nueva, pues en los primeros días de su mandato se le vio con una corbata morada, conociéndose de su filiación activa al Partido Morado. Con ello creó las condiciones para la especulación, que en política sencillamente es lo más relevante.

La coronación de su ausencia de condiciones para ser considerado estadista, ha sido reciente: decidió no enviar a la OEA la carta que su canciller debía remitir al secretario general del primer foro político del continente. Su pobrísimo argumento fue que esa era una prerrogativa exclusiva de la autoridad electoral y de que solamente hacerlo significaba pasar por encima del JNE, aunque de iure, hay que decirlo, había sido desacreditado: primero, por la sorpresiva renuncia de uno de sus miembros alegando ausencia de imparcialidad al interior del pleno del JNE; y luego, por la incontrastable evidencia de que otro de sus miembros había sido descubierto departiendo, en el marco de una reunión privada, con algunos observadores electorales internacionales acreditados precisamente para las elecciones.

Lo cierto es que la cándida o escandalosa circunstancia, según como quiera verse, contribuyó a la idea generalizada en la gente de que no estábamos frente a un proceso de elecciones justo o transparente, pero que para el presidente lo era. Asumo que Sagasti o alguien de su entorno ha creído que el rol del jefe de Estado era solo de constituirse en mesa de partes. Si el JNE era objeto de los cuestionamientos, Sagasti, nunca podía esperar una carta previa de la autoridad electoral para luego canalizarla al señor Luis Almagro.

Lo único cierto es que Sagasti no quiso hacerlo porque prefiere el statu quo, una característica dominante, precisamente en quienes gobiernan sin querer salir del área de confort, de las exquisiteces que produce el poder. Es decir, ajenos a la idea de trascender, dejando al país al final de su gestión, en la más completa incertidumbre. Y que ha convertido a nuestro futuro inmediato en una perfecta caja de pandora. ¡No hay derecho!

Miguel A. Rodriguez Mackay
08 de julio del 2021

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