Hugo Neira
Nacimos transnacionales
El Perú nació en los inicios de la modernidad científica, técnica y política
Cuatro siglos. En ese lapso, en lo que hoy llamamos de una manera bastante reductora el “centro”, va a ocurrir nada menos que la aparición del pensamiento desacralizado y el saber racional, el necesario “desencantamiento del mundo”, esto es, los prerrequisitos para la vasta revolución de mentalidades que va de Descartes a la Enciclopedia. Es entonces que se produce la instauración de los fundamentos filosóficos e intelectuales de la modernidad científica, técnica y política, vale decir, el inicio de esa dinámica económica y cultural que las sociedades del “centro” guardan hasta el día de hoy y que sigue aventajándolas en relación a las naciones de la actual periferia. Hora es, pues, de interrogarse no sólo cuándo comienza nuestro subdesarrollo sino cuándo se instaura el progreso de los dominantes.
Fuimos, hay que admitirlo, parte de la contraofensiva contra la naciente modernidad. Los dominios americanos proporcionaron los metales para la moneda fragmentada con la que, entre otras cosas, se pagó a los tercios españoles que se batieron en Italia, Flandes o en Inglaterra para extender la sombra de la potencia de Felipe II sobre el resto de Europa durante el “gran siglo”. Nacimos a contrapelo, en sentido inverso de la marcha del mundo. Crecimos en el vientre de un imperio ortodoxo, aunque por la vía de la transculturización, la obra de los misioneros, el barroco de Indias y la erudición jesuítica, algo de los valores modernizantes llegó a diseminarse en tan australes confines. También es cierto que tuvimos universidades. (Pero no sé si la solución brasileña era mejor, iban a estudiar a Coimbra).
Mirada críticamente, esa cultura colonial nos resulta como huera, la mampara que ocultaba una endémica invalidez para el rigor filosófico. Apenas hubo ciencia criolla, ahogada por la virreinal literatura ditirámbica dirigida a las autoridades como a los privados, y exceso de certámenes poéticos, elocuencia sagrada y pompas y exequias reales (Luis Alberto Sánchez, Los poetas de la Colonia y de la Revolución, 1921). Entre tanto, la revolución del conocimiento que funda los tiempos modernos, de las matemáticas a la química –y que explica el capitalismo tanto como el maquinismo, la explotación del proletariado interno y el pillaje colonial–, se hizo lejos, sin nosotros. Y dado que éramos parte de un enorme imperio ultramontano que hizo la guerra contra la modernidad un par de siglos, en parte, contra nosotros.
Ya no hay remedio y la historia no camina hacia atrás. Pero al menos sepamos cuáles fueron los grandes episodios en los que no estuvimos presentes, la crónica de nuestras ausencias, desde los días en que la dominación colonial bajo los Austria nos incluye en la historia mundial de manera ociosa y lateral. A grandes rasgos, desde el XVI a estos días, no hemos estado presentes ni en el fin del feudalismo ni en la aparición del Estado moderno que implicó la doctrina del poder soberano y la del Estado de Derecho (es decir, el afianzamiento del Príncipe, a la vez, limitado por la Ley). Dejamos pasar la revolución industrial y agrícola del XIX que ocurría mientras nosotros nos batíamos por fronteras imaginarias tras nuestros sangrientos caudillos. Más tarde, en naciones apenas en formación, supuestamente independientes, el comportamiento arcaico de las élites dirigentes permitió abrir la brecha que nos separa desde entonces del mundo industrial.
Después, hemos sido distantes espectadores de las dos guerras mundiales y de la explosión de productividad que desde el fin de la última guerra ha incorporado a pueblos enteros, incluyendo parte del Asia hasta hace poco atrasada, al consumo masivo y al bienestar generalizado. En los días que corren, en el aire del tiempo, se dibuja otro gran desencuentro histórico: es muy probable que nuestros problemas internos y la dominación externa nos harán pasar de largo ante la tercera revolución científica, la de la informática y en especial de las ciencias genéticas y biológicas, que sin embargo podrían salvarnos de la miseria y la generalizada guerra civil a escala continental que es tal vez lo que nos espera en el viraje del nuevo siglo. Así, tres veces nos ha rozado la modernidad: en el Renacimiento, en la Ilustración, y ahora, en nuestros días, sin implicarnos del todo.
La primera impuntualidad proviene de que llegamos tarde para conocer el orden feudal. No hubo Edad Media en América. Mejor dicho, al hundirse el orden indio (cuyo desplome en México y Perú equivale al fin del orden romano en el Viejo Mundo), se instala, inmediatamente, el Estado de Indias, es decir, la burocracia transatlántica de Carlos V y Felipe II. Al derrumbe andino o azteca, no sigue ese período de indecisión y fragmentación que es la baja Edad Media europea, en que se recompuso la vida tras el pacto de labradores y señores. Sin embargo, la tradición marxista y el mal uso del concepto de feudalismo aplicado a hacendados y gamonales, nos hace desconfiar de ese concepto, que no es sino un pasaje histórico, al parecer, esencial.
Además de la idea de pacto, que implica un principio de contrato y de legitimidad, quiere decir lo contrario de centralismo. Hay que traducirlo por poderes divididos, no concentrados, por una forma de la potestad repartida. Poco se ha reparado en que esa divisibilidad del poder permitió administrar justicia y gobernar a pequeña escala. El feudalismo significa una forma, aunque restringida y nacida de la guerra, de pluralismo político, de gobierno desde la comarca, la región, desde lo local. Y por lo tanto, introdujo donde se aplicó una gran dosis de pragmatismo y apego al terruño, y una forma de orden y ley, el señor feudal era un juez local. Nacimos, por el contrario, bajo un orden burocrático, bajo el gobierno de audiencias, de inalcanzables magistrados y enrevesados letrados. No feudales, sino unitarios y centralistas desde la cuna.
Si se repara en la extensión de las Indias occidentales y la dificultad de las comunicaciones (hay un momento en que el Virreinato del Perú coincide con la carta geográfica de la América del Sur), se podrá deducir lo que esto significó, una serie interminable de mediaciones administrativas, dejando una brecha enorme que la cerró la arbitrariedad y el tráfico de influencias. La América española, desde el XVI, se hizo bajo un signo transoceánico y regalicio, el de la Casa de los Austria, bajo la cual fue el espacio de una inmensa y ramificada oficina cuya sede central era la Casa de Contratación de Sevilla y El Escorial. Aquel proyecto de imperio católico y universal quería ignorar los límites geográficos mientras aborrecía la idea de Estado-nación. Nacimos dentro de lo que llamaría el filósofo Adorno, un “mundo administrado”, en el vientre de un despotismo sin riberas. Nacimos transnacionales.
Este texto forma parte del capítulo "La crisis de los paradigmas" de mi libro Hacia la tercera mitad que tiene 27 años. La lista de lo que dejamos de hacer es larga, y seguimos con los desencuentros con la historia.