Miguel A. Rodriguez Mackay
Los ciclos del poder político en América Latina
La democracia es perfectamente compatible con gobiernos capitalistas o comunistas
El reciente y ajustadísimo triunfo electoral en segunda vuelta de Luiz Inácio Lula Da Silva en Brasil –que lo convierte en presidente del gigante sudamericano por tercera vez– sobre el mandatario derechista saliente, Jair Bolsonaro, ha llevado a muchos a mirar con preocupación la composición geopolítica de América Latina, ciertamente dominada en la actualidad por gobiernos de izquierda. Frente a la realidad inobjetable de que la izquierda tiene el poder político está otra verdad incontrastable, que la derecha sigue mostrando su proceso de recuperación en los espacios políticos de la región.
Lo que pasa es que las derechas y las izquierdas de América Latina se desdeñan mutuamente, casi en actitud crónica insalvable, creyéndose cada una la opción salvadora del destino de sus pueblos. Y eso es también un serio problema de conceptualización del poder político para entender que su tenencia es esencialmente cíclica. Por eso, las derechas y las izquierdas jamás han tenido elevación para aceptarse recíprocamente y para creer que tienen valores y virtudes políticas que compartir. Al contrario, cada vez que han llegado al poder, a su turno, lo han hecho denostando una de la otra y solo hallándose acumuladas por una montaña de antivalores, llevando adelante la dialéctica política que se expresa en el discurso del ataque al rival como arma fundamental.
Si efectuamos el análisis político de los gobiernos de América Latina en los últimos años podremos comprobar lo que sostenemos. Gabriel Boric Font se convirtió en el presidente más joven en la historia de Chile; pero para hacerlo debió valerse del discurso frontal para liquidar a su rival de la ultraderecha chilena, José Antonio Kast. Boric con su discurso inclusivo recordó la fórmula que siempre ha sido efectiva en la política de nuestra región; es decir, poner en valor los antagonismos entre ricos y pobres, que guste o no, como ejercicio dialéctico y oferta de convencimiento, está claro que ha sido la receta efectiva para conseguir los propósitos políticos.
Pero el antagonismo como método no ha sido un monopolio de la izquierda. Lo hemos visto en Ecuador en julio de 2021. El banquero Guillermo Lasso, que venía de quedar en segunda posición durante la primera vuelta electoral, terminó remontando a Andrés Arauz, el candidato de la izquierda ecuatoriana promovido por Rafael Correa. Lasso no dejó de inquirir en todo momento a sus compatriotas la inobjetable desgracia de los gobiernos de izquierda en América Latina, poniendo siempre a Venezuela y a Nicaragua como las naciones con los más graves y patéticos signos visibles de ausencia de democracia, base innegociable para cualquier interacción interestatal seria en nuestros lares.
El caso colombiano ha tenido efecto traumático inicial para la derecha cafetera, que debió ceder el poder a Gustavo Petro, exalcalde de Bogotá y exguerrillero, convertido en el primer presidente de izquierda en este importante país de la Subregión Andina. Aunque a Petro no le gusta ser llamado presidente de izquierda y mucho menos mandatario comunista, y hasta ha pregonado que “Colombia no necesita un gobierno socialista sino uno de paz y tranquilidad”, su llegada al poder ha sido un punto de inflexión para los colombianos; y hasta para Estados Unidos que ha debido efectuar un evidente proceso de acomodamiento a su estratégica vinculación con el nuevo gobierno de Colombia en la idea de mantener pétrea la relación bilateral por la que Washington y Bogotá apostaron hace ya algunos años y con importantes resultados.
Ya más dosificado el clima político en Colombia es justo reconocer que la derecha colombiana ha aceptado su nuevo rol de oposición precisamente para seguir contribuyendo en el fortalecimiento del país que sigue esforzándose por crear condiciones de consolidación de una paz que les costó y mucho conseguir. Petro, aunque con discurso aderezado al poner énfasis en el medio ambiente y la lucha contra el cambio climático, ha buscado tímidamente un liderazgo en la región pero no lo ha conseguido. Su discurso en las Naciones Unidas durante el pasado mes de septiembre, llamando a efectuar una reingeniería en la lucha contra el narcotráfico y deslizando que las acciones estadounidenses fracasaron en ese objetivo, no lo han posesionado como hubiera querido. Su tímida participación ha estado muy lejos del discurso de contrastes de los líderes del socialismo latinoamericano del pasado.
Pero de todas formas Petro ha buscado apelar a discreción a la dialéctica, que es el mayor legado de Hegel para la teoría política (capitalizada por el socialismo científico con Carlos Marx y Federico Engels durante el siglo XIX, dedicados a relievar las consecuencias de la Revolución Industrial). Cuánto hubieran deseado los líderes de la izquierda latinoamericana actual ser efusivamente dialécticos en el discurso político. Lula, en cambio, debió recurrir a otro tipo de recursos, sin descuidar la altísima rentabilidad política que supone hablar de ricos y pobres.
Ahora bien. Una realidad que no puedo obviar en esta columna es que las derechas y las izquierdas de América Latina jamás se han podido librar de los caudillos, una de las herencias políticas del proceso inicial de los Estados en nuestra región que ciertamente ha sido uno de los mayores dramas políticos en el destino de nuestros países. Cada uno con su estilo, aparecieron determinando el futuro de los pueblos. Por ejemplo, Porfirio Díaz en México y José Domingo Perón en Argentina, que fueron completos éxtasis políticos en sus países durante fines del siglo XIX y comienzo del siglo XX, y mediados de la centuria anterior, respectivamente.
En el Perú lo vimos con Alan García, un completo zoon politikon, que se convirtió en presidente con solo 35 años de edad en 1985. Y Hugo Chávez en Venezuela, desde fines de los noventa hasta su muerte en 2013 y ni hablar de Lula, cuya llegada al poder en Brasil viene causando para la ciudadanía de este país un clima social de enormes contrastes que van desde la incertidumbre, las frustraciones y decepciones de amplios sectores hasta las posiciones de esperanza y oportunidad de otros espacios de la sociedad brasileña que todavía le creen a Lula convertido en el hacedor político del país.
Siempre he creído que los caudillismos les han hecho muchísimo daño a nuestros países. En gran parte de los frustrados y traumáticos procesos políticos en nuestra región, los caudillos han sido el mayor óbice para la afirmación y la consolidación de los partidos políticos. Casi siempre todos los proyectos políticos colectivos han terminado en las personas, pasando a un segundo plano a los partidos políticos y esa es una de las razones por las que en la mayoría de nuestros países –pasa en Perú en modo incontrastable– las elecciones terminan siendo los procesos electores de los candidatos antes que de los partidos. Por esto último, los partidos no han podido contar el desarrollo estructural requerido y hasta terminaron desplazados por los movimientos o las coaliciones, más bien hilvanadas por la coyuntura para solamente conseguir el poder político a cualquier precio.
Debo insistir en que la emersión de los gobiernos de izquierda o derecha en América Latina debemos mirarla como parte del fenómeno de la ciclicidad del poder político, propio de la naturaleza del ejercicio mismo del poder. No existe el poder perpetuo. Es como la paz, y aunque resucitara Enmanuel Kant, tengamos presente que mantener la paz debe quedar claramente enmarcada como legítimamente aspiracional pues todos sabemos que las guerras y los conflictos son parte inexorable de las relaciones humanas y lo estamos viendo con pesar en la guerra de Rusia contra Ucrania que atomiza a toda Europa del Este e impacta en el mundo. La tenencia por alternancia del poder político, entonces, no debería escandalizar a nadie. Una de las razones que configura a la afirmación de la ciclicidad o la rotación en el ejercicio del poder es el fenómeno del desgaste político.
América del Sur en algún momento, con gobiernos como el de los Kirchner en Argentina, los dos primeros de Lula en Brasil, Correa en Ecuador, Michelle Bachelet en Chile, Evo Morales en Bolivia, Ollanta Humala en Perú o José Mujica en Uruguay, etc., no podía verse sino a partir del desgaste de los gobiernos a los que vencieron para conseguir el poder. Luego, ellos mismos debieron ceder la posta gubernamental a Mauricio Macri en Argentina, Jair Bolsonaro en Brasil, Lenin Moreno en Ecuador, Piñera en Chile, Jeanine Añez en Bolivia, Pedro Pablo Kuczynski en Perú o Luis Lacalle Pou en Uruguay y estos últimos, ya sabemos cómo han terminado siendo desplazados por los actuales gobernantes en nuestra región.
En efecto, por la referida ciclicidad del poder, en nuestra región en los últimos años siguen llegando al poder político algunos otros gobiernos de izquierda. Por la naturaleza del referido inexorable desgaste se impone el cambio y nadie debería alarmarse por ello. Alberto Fernández se hizo presidente de Argentina en 2019 y Luis Arce de Bolivia en 2020, en plena pandemia. Pedro Castillo asumió en Perú en julio de 2021 y Gabriel Boric lo hizo en Chile en marzo de 2022 y Gustavo Petro en Colombia en agosto último. Pero la ciencia política no es matemáticas. Esta premisa explica la vigencia de la excepción como pasa en Ecuador y Uruguay, donde el presidente Guillermo Lasso y el mandatario Luis Lacalle Pou, respectivamente, se han convertido en verdaderas islas entre la mayoría de los gobiernos del progresismo latinoamericano.
No menciono en mi análisis a Venezuela, Nicaragua o Cuba porque, como acabo de referir en un evento en San Marcos, sus orígenes o mantenimiento en el poder no son democráticos y esa realidad inobjetable aleja a sus gobiernos in extremis de cualquier consideración. Los gobiernos de Nicolás Maduro, Daniel Ortega y Miguel Diaz-Canel, respectivamente, acabarán tarde o temprano. Y cuando fui canciller del Perú nunca tuve reparos de referirlos como completas dictaduras. Todos quisiéramos que acaben más temprano que tarde y por eso siempre creí que fue un error desactivar al Grupo de Lima que le permitía al Perú el liderazgo en la política regional que perdimos. La Cancillería no fue capaz de decirle al presidente Pedro Castillo que el Grupo de Lima era perfectamente compatible con un gobierno de izquierda, pero no lo hizo porque quienes la conducían y ahora lo siguen haciendo, temían y siguen temiendo perder sus puestos en el exterior convertidos en perfectos mercenarios de la política exterior. Era y es un asunto de valores democráticos que superan a la ratio ideológica. Si no, miremos el caso del presidente de Chile, Gabriel Boric, que más allá de sus menoscabos en el frente interno con una Constitución que fue rechazada por los chilenos, desde que asumió el poder se ha venido mostrando distanciado de Maduro, Ortega y Díaz-Canel.
Tengamos presente, entonces, que los gobiernos de izquierda o de derecha llegan al poder en nuestra región porque los cambios son fenómenos que surgen con la naturaleza temporal del poder. La democracia es perfectamente compatible con los gobiernos, sean capitalistas o comunistas como se los llamaba en el siglo XX durante la Guerra Fría, o sea de derecha o de izquierda, conservadores o progresistas, como se los señala en los últimos tiempos. Que los gobiernos de América Latina defiendan las ideologías que crean como las mejores es comprensible y perfectamente compatible con la democracia. En el siglo XXI lo que no deberíamos aceptar es a los regímenes marginales con la democracia o si prefiere mejor, a las dictaduras como las de Cuba, Venezuela y Nicaragua que he referido en el párrafo anterior, y que en nuestra región ya hemos visto cómo se han resistido en querer dejar el poder, y como todo cansa, quienes se han resistido a dejarlo han terminado muy mal.
Los dictadores en América Latina, que más bien han tenido la conducción política de facto, son una larga lista y aunque también se desgastan, por si acaso están fuera de la ciclicidad o rotación del poder producto del pacto político social de nuestros países. Fulgencio Batista terminó huyendo de Cuba ante la llegada de Fidel Castro en el amanecer del 1 de enero de 1959; Anastasio Somoza -que murió en Paraguay por un atentado en 1980-, también huyó de Nicaragua en julio de 1979 ante el inminente ingreso de los revolucionarios; y, en Perú, Alberto Fujimori, una vez desnudada la corrupción en su gobierno por los vladivideos, terminó alejándose del país y renunciando por fax desde el extranjero en el 2000, aunque luego extraditado, encarcelado, indultado y vuelto encarcelar, viviendo en carne propia el ensañamiento político, también una práctica nefasta en nuestros países.
Finalmente, ahora que ya está más claro el caso de Brasil con el retorno de Lula a partir del 1 de enero de 2023, es verdad que los gobiernos de izquierda o derecha tienen sus particularidades, propias de la ideología que profesan, que los lleva a efectuar modificaciones en las perspectivas o destinos para sus países; sin embargo, también lo es que en el pleno siglo XXI ya son pocos o ninguno los que llevan adelante cambios dramáticos en el modelo económico. Quizás durante las campañas electorales se volvieron con los discursos para las tribunas, pero una vez en el poder, el realismo político los supera porque no hay nada que pase por encima a los gobiernos, a los gobernantes y a los propios pueblos, que el inexorable decurso de la realidad. China fue realista y manteniendo sus bases primigenias sostenidas por el centenario Partido Comunista, se volvió con la historia y los nuevos tiempos, entre los mayores capitalistas de la sociedad internacional.
Así que lo más importante en los gobiernos de la región no es que sean de derecha o de izquierda, y que, por serlo, sus clases políticas buscan desesperadamente sacarlos del poder. Pasó con Sebastián Piñera en Chile y con Iván Duque en Colombia, y hace poco a Guillermo Lasso en Ecuador, por la izquierda radical de sus países o pasa con Pedro Castillo por la ultraderecha peruana. El equilibrio y la ponderación son las bases para sostener la viabilidad de un sistema político, por eso un gobierno que dice llamarse conservador u otro que se diga comunista, cuando en el fondo ni el comunismo ni el hoy campante neoliberalismos, tiene la verdad absoluta de nada porque no hay nada absoluto en el cosmos del poder, deben adecuarse cada vez más a los consensos y al sincretismo político de lo contrario estarán creando las condiciones, sin querer queriendo, para el surgimiento de los antisistema y eso sí será gravísimo para los destinos de los pueblos de América Latina.
Dejemos que la ciencia de las relaciones internacionales y la ciencia política, ambas como amparo científico para comprender la ciclicidad del poder, expliquen el decurso de los gobiernos sostenidos sin intolerancias por la democracia, sean de derecha o de izquierda. Ya está claro que consumados los errores de unos significará la emersión de los otros y así sucesivamente.
Miguel Ángel Rodríguez Mackay
Excanciller de la República
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