Manuel Gago
La prosodia de Toledo lo delataba
Expresidente busca impunidad
La engolada voz de Alejandro Toledo daba pistas para conocerlo mejor: falso, fanfarrón, impostor, pendenciero. Y es que cuando se habla, la prosodia entrega información útil para saber si el sujeto finge, oculta la verdad o es sincero.
Diversos estudios de psicología determinan con bastante aproximación el grado de credibilidad y duda de una persona por su manera de hablar. Por su voz, el ladrón se delata por sí solo: dan pistas el lenguaje corporal, la presencia, y la gesticulación. La calidad de la voz –timbre, entonación, dicción, ritmo y cadencia– ofrece certidumbres, hace intuir la naturaleza de la persona. La voz de una misma frase, emitida por personas distintas en diferentes situaciones, descubre a los individuos. Si a esa voz se le suman gestualidad y posición corporal, se confirman las sospechas. Toledo entregaba demasiadas señales con su engolada voz (impostación convertida en natural), facha y comportamiento público. Su ascenso en la política pudo evitarse.
No obstante todo lo que se decía y se veía en él, el “cholo sano y sagrado” encabezó un proyecto político con intereses contrarios a los nacionales: sistemática liberación de terroristas, desmantelamiento de la unidad nacional (por la regionalización improvisada) y proliferación de asesorías y consultorías estatales para devolver favores políticos. Por él, un oscurantismo tomó Palacio de Gobierno. Cinismo, veleidades y rapiña se coludieron, desenvolviéndose a su antojo con apoyo de la gran prensa que veía en Toledo no al luchador social ni defensor de la democracia, como se pintaba, sino al socio ideal, el aliado perfecto para llevar adelante toda clase de cutras. Esa prensa alentaba las persecuciones, festejaba al poder de turno y decidía culpabilidades de inocentes. Impulsaron el antifujimorismo para librar de opositores al cholo de Harvard.
Y el país cayó en la trampa. Medios y periodistas nacionales y locales participaron de la trama mafiosa. Tras bambalinas, desde el primer día, estuvo presente el extremismo maoísta. Hicieron del natural de Cabana un falso paladín de la justicia e indomable luchador anticorrupción: elevado a los altares de la democracia, entronizado irresponsablemente por quienes –vestidos de falsa probidad– lo conocían de cuerpo entero.
A sabiendas, con devoción irracional, hicieron subir como la espuma la popularidad de quien se consideraba a sí mismo como una reencarnación de Pachacútec, de la misma forma como hacían crecer el antifujimorismo para desviar la atención, exactamente como en estos días. Utilizan a Keiko Fujimori como si fuera la causante de los males nacionales, para hacer olvidar lo que Toledo y Castillo significan para la desgracia nacional. Pero Keiko nunca fue parte del Poder Ejecutivo, nunca decidió obras públicas y tampoco manejó presupuesto estatal.
Del golpe de Estado de Castillo pasamos a sucesivos golpes de la posverdad; fuerzas retorcidas manejan espacios y presupuesto para influir en la opinión pública, promueven campañas de desinformación destinadas a confundir y manipular. La progresía busca impunidad. Claramente quienes sostuvieron la carrera política y permitieron la fuga de Toledo hoy pretenden obstaculizar su retorno al país para que responda por sus fechorías.
Sobre Toledo hay mucha historia oculta que delataría a otros. El aventurero de la política habría recibido mucho más de US$ 35 millones todavía no ubicados. Con su llegada y sus declaraciones, con engolada voz propia de esnobistas, comprometería a nuevos implicados en ese laberinto de sobornos. Una vez más preguntamos: ¿quién hacía donaciones a la Universidad Stanford para que realizara “investigaciones” académicas?
Para sumar simpatías, antes de convertirse en la principal figura opositora en el 2000, Alejandro Toledo decía que sería el constructor del segundo piso del fujimorismo. No obstante, resultó un tremendo fiasco. Dejó a Perú moralmente abatido.
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