Manuel Gago
La fe, tan venida a menos
Algunos menosprecian las creencias de sus padres y ancestros
Fue domingo. Sobre un pollino puro, nunca antes montado –señal de paz en una ciudad acostumbrada a la llegada de conquistadores a caballo– el hijo de María y José el carpintero ingresa a Jerusalén, una ciudad amurallada, colmada de gentío y ruido, cosmopolita y con carencias, vicios y criminalidades. Mercaderes de toda especie rodean el templo en el que, detrás del velo, se hallaba el Arca de la Alianza, según las Escrituras –no se sabe cuando desapareció–, el cofre de oro guardaba las tablas de los Mandamientos entregado por Dios a Moisés.
Residentes y visitantes vitorean al más popular de los hombres. A los ojos del invasor romano, el líder de un grupo denominado “los cristianos”, es una amenaza a la estabilidad política de la gobernación. Extienden túnicas para cubrir el camino y baten ramas de árboles alabando al anunciado Rey de reyes. La población de la ciudad se ha multiplicado. Llegaron para celebrar la Pascua. La conmemoración recuerda la liberación de pueblo hebreo de la esclavitud egipcia. El nacionalismo, como no podía ser de otra manera, anima el júbilo.
No obstante la apoteósica bienvenida, poco después del ingreso triunfal Jesús es arrestado y comparece ante Caifás, el sumo sacerdote de los judíos. Después será juzgado por el Sanedrín, el consejo supremo israelí. Previamente, desconcertando a sus apóstoles, en lo que fue la última cena, Jesús anuncia que Judas lo traicionará y Pedro lo negará tres veces, “antes de que cante el gallo”.
En el patio de la Fortaleza Antonia, ocupada durante la festividad sagrada de los hebreos por Poncio Pilatos, procurador romano, se decide a gritos la crucifixión del hijo de Dios, tal como las profecías anunciaban: “Las manos y los pies del mesías serán traspasados”. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado, por qué estás tan lejos de mi salvación y de las palabras de mi clamor”. Son textos escritos entre los años 1,000 y 500 antes de Cristo y recopilados en el Salmo 22.
Tras el último suspiro de Jesús en la cruz “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló y las rocas se partieron; y se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron; y saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de él, vinieron a la santa ciudad, y aparecieron a muchos” (Mateo 27, 50-52).
Mateo, el evangelista, cuenta lo ocurrido. El poco difundido símbolo del velo rasgado es señal de apertura al Lugar Santísimo, abierto, sin restricciones para judíos y gentiles. Con la resurrección, la sangre de Jesús crucificado –inmolado por la salvación de todos los que por fe en él creen– sustituye el antiguo pacto, el cumplimiento estricto de los más de 600 mandamientos (y otros inventados por religiosidades). Y tal como Jesús profetizara, consolidando la razón de su sacrificio, el templo fue derribado posteriormente: “No quedará aquí piedra sobre piedra que no sea destruida”.
El evento histórico más importante para la humanidad sucedió en semana de Pascua. Hoy, una porción pequeña de esa humanidad todavía cree, los demás están alejados de la doctrina de la creación y salvación. Activistas pretensiosos, creyéndose portadores de la última y más reciente verdad, ansiosos del impacto de sus dichos, tirando barro a la fe de sus padres y ancestros, se hacen parte de los planes destinados a destruir al cristianismo.
Negar la resurrección de Jesús, el Salvador, el Cristo, el Mesías, es negar en su totalidad la existencia de Dios. Y la fe –gracia, don divino— íntima, personal y única, no necesita exhibición; se siente pura y poderosa en las entrañas, férrea ante cualquier adversidad y contentamiento.
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