Hugo Neira
El vals peruano o la alegría sollozante (I)
Nota introductoria y quejosa
Una amiga peruana me había dicho, el vals, no. El vals, ya no Hugo. Y me habló de todo lo que electriza ahora a los peruanos, desde la salsa al rock, y de las noches limeñas tan postmodernas. Me quedé agradecido y como un poco triste, porque, la verdad, a mí me gusta el vals. No es que sólo me guste el vals, pero lo escucho con frecuencia... Me guardé ese consejo y un día hice maletas, dejé Lima y me perdí en unos hoteles provincianos, en algún punto del litoral. Llevaba estas notas y casi las dejo de lado. Una mañana salí a caminar por el pueblerino lugar cercano a mi hotel playero. Bajo una enramada, en el camino, un grupo de personas había improvisado un “picnic”. Y escuchaban a todo meter los valses más tristes y más hermosos de la vida. En el pueblo, capital de un departamento de la costa peruana, la municipalidad había decidido amenizar no sé qué fiesta local, y los altoparlantes ululaban por calles y plazas los eternos afanes de la ausencia, es decir, valses criollos. No entraré en pormenores, pero se echó a perder el retorno normal a Lima y tuve que volver en un taxi, con varias personas. El chofer, de Ica a Lima, no dejó de poner valses. Por momentos se excusó, ¿no le gustan señor? No dije nada, para decirlo aquí, en estas líneas.
Entre añoranza y suave protesta
Nadie ignora el gozo de su pena. Las guías de viaje, sin dejar de señalar que está ligado a la vida social y familiar, lo encuentran nostálgico, pegajoso, sentimental, lacrimógeno y un tanto hipocondríaco. En tanto que danza, menos espectacular que la marinera y sin el anclaje secular que luce un huaino. En la preferencia popular, como vencido y desplazado por el ritmo tropical-andino de “la chicha” y desde los setenta, por cumbias y salsas. Se arriesgan otros a presentarlo como el prototipo musical de un país extinto, el alma un poco disipada y tarambana de un otrora país peruano de clases medias y altas que algo tenía de africano y de andaluz en la exhibición de sus jaranas hasta que se hundió la economía y se modificó el gusto. Para marginarlo, sus detractores echan mano a un sinfín de reparos, que si esto y que si lo otro, el vals peruano les parece la mayor y más sonora de nuestras alienaciones. Las clases altas dicen amarlo y en realidad lo esquivan porque a ellas llega, con particular persuasión, como al resto de Lima y a sus habitantes, la tentación de las modas internacionales. Quién negará, sin embargo, su presencia, sinopsis del país criollo y un estilo de vida.
Su reino es la añoranza, pero no de lo colonial porque no es minué, sino de un tiempo cercano que es republicano. Siendo nostalgia y evocación criolla, remembranza, sirve para revivir ciertas cosas, el barrio o los amigos, y siempre, “las locas ilusiones”. Endecha o lamento por el bien perdido —país, mujer, afectos—, el vals es nuestra forma de melancolía. Ahora bien, si la melancolía ha sido definida por el propio Freud como una suerte de “hemorragia interna” (“innere Verblutung”), entonces, ¿quién se desangra en el vals? Y no creo que su pena tenga que ver con la alcurnia, a pesar de algunas célebres recuperaciones. Su raíz no es señorial, como me esforzaré en demostrarlo. Ni en su uso es, únicamente, el desahogo del pobre. Por su difusión ha dejado de pertenecer a una sola clase o casta. Cabe señalar que no es fácil ni como ritmo ni como letra. Expresa el país de la alambicada herencia, tanto como el castellano peruano y la cocina criolla. Dice lo que somos, tanto o más que el trasfondo literario y artístico o las confesiones alcohólicas. Dice mucho, a veces es clamor, sobre un fondo de engaño, puesto que el ritmo se mantiene festivo. Siendo conocidísimo el vals, poco nos hemos ocupado de su sentido. Rara vez se le encuentra en el centro de una reflexión. Sin embargo, como el flamenco para España, o el bolero para la América tropical, es parte de nuestra mismidad.
Uno de los rodeos más frecuentes es tratar al vals como una expresión musical, a sabiendas de que nada es inocente, ni que gustara a los morenos, ni que se extendiese del tugurio al mundo de los decentes. Concedamos siquiera una vez que el tema es grave, no fuese sino por la metamorfosis que lo hace saltar de una etnia a otra del río Rímac, blanqueándose y obscureciéndose según el vaivén de los gustos y los públicos. Dentro del vals hay materia que desborda la musicología. Hay un universo de comunicación, excesivo para ser simplemente un folklore plebeyo. Su historia literario-musical es la de la evolución de la sensibilidad popular a lo largo de este siglo, es historia del gusto y de nuestras costumbres, lo que no es poco. Hoy es un público —aunque disminuido—, una industria disquera, una pléyade de intérpretes famosos y compositores, un consumo y una sociabilidad: unos lugares en donde se le rinde culto que son los círculos y peñas. Pero el vals no sólo se baila, canta o escucha. El vals es un refranero. Más allá de los eternos lugares comunes del amor, es nuestra más espontánea y difundida referencia. Frases enteras de algunos valses son parte del uso corriente, expresivos tópicos del desengaño y el rencor sobre un fondo de suspicacia. “Porque toda repetición es una ofensa y toda supresión es un olvido”. Con el vals, pensamos.
Tal envergadura va al encuentro de la poca importancia que le ha otorgado el análisis histórico y social. La música, la cocina o la santería popular no nos han parecido sujetos de inteligibilidad, qué error. Y ya que comenzamos por los prejuicios, conviene señalar el mito adverso que cataloga a la canción criolla como vinculada a la clase alta y a sus francachelas. Es cierto que izquierda y jarana sólo se encuentran —Gonzalo Rose— hacia los tardíos sesenta, es decir, anteayer. Cabe siempre preguntarse: ¿cómo llegó a impregnarse con nuestros ensueños más recónditos hasta volverse “identidad sentimental”? (Sebastián Salazar Bondy). Es verdad que el vals se entristeció tan pronto tomara carta de naturalización. Afortunadamente no sólo aprendió a penar. Supo mezclar —que es una de nuestras mayores virtudes—, combinar y confundir contoneos africanos con versos cadenciosos, y fiesta y ofrenda, cundería y finura, sin duda con resultados escasamente reconocibles si se le juzga desde el abolengo austríaco y vienés. “Voluntad de conciliar elementos” (César Santa Cruz, 1989). El ritmo originario de la importada danza europea, amplia y pendular, se da la mano con el letrismo nervioso y breve de nuestros compositores, madrigalistas desesperados y tardíos, románticos, o mejor, postrománticos. Y rara vez sencillos. “Así en duelo mortal, abolengo y pasión, en silenciosa lucha condenarlo suelen a grande dolor” (El plebeyo, Felipe Pinglo). El “grande” dolor, por favor, sin apócope, un uso literario y estilizado, que suena a barroco, el pueblo no habla así, lo que no le impide adorar el vals y en especial el citado.
(...)
¿Qué es, pues, un vals? Si me apuran, una música de desembarco, como muchos de nuestros apellidos. En un país en donde la migración europea no tuvo nunca la importancia que alcanzó en los países del Cono Sur, hay que decir que el vals se implantó sobrenadando en una de nuestras raras olas de cosmopolitismo. Hacia fines del siglo XIX, llegaron italianos, alemanes, ingleses y vascos para establecerse como comerciantes (Los Señores, Luis A. Sánchez, 1983). Eran los días en que la libra peruana que nos dio el Estado Piérola mantenía paridad con la de Londres y si el oro ya no fluía como en el dorado XVI, el nombre del Perú era todavía el de un confín próspero y minero. Acaso la presencia de esa población alógena, frescamente instalada, juega un rol en el proceso de adaptación del vals europeo a nuestras costumbres. Pero el que se aclimata no es el melancólico de Chopin ni el principesco de los Strauss. Algo le ocurre mientras migra de la Viena imperial. Más allá de las ganas de juerga de la juventud dorada y de unas cuantas estudiantinas finiseculares, ocurre algo. Integración, transformación, recreación. Una parte del Perú no sólo adapta el vals sino que lo adopta.
(Este texto viene del capítulo "La esquinada herencia" de mi libro Hacia la tercera mitad, que es del año 1996. Está en circulación su quinta edición, una edición del Bicentenario, de la editorial El Lector, de Arequipa)