Juan C. Valdivia Cano

El mayor enemigo de la educación (II)

Negar las señas de identidad es incompatible con una buena educación

El mayor enemigo de la educación (II)
Juan C. Valdivia Cano
05 de abril del 2023


De ahí, entre otras, las profundas dificultades educativas de las mayorías, en todas las edades (y el ex presidente Castillo ha sido un ejemplo, literalmente, “brutal” o extremo, tratándose del primer ciudadano y representante de todos los peruanos). Solíamos adoptar una actitud sumisa frente al poder, conformista, re-activa, mimética, volcada hacia pasado, que ahora ha devenido en reacción violenta generada por el resentimiento social (más promovida ideológicamente, que debido a la desigualdad y la pobreza que siempre han existido, como en el caso chileno —el más exitoso económicamente— que es sumamente aleccionador). De apostar esencialmente por la tradición, el orden y la mano dura, hemos pasado al extremo opuesto: el desorden, la irracionalidad y la anarquía social, provenientes de la misma raíz: un sistema jurídico formalmente moderno, incompatible con las creencias, “valores”, costumbres y prejuicios sociales pre modernos.

A todo ese fenómeno descrito podemos considerarlo como eficacia de la Contrarreforma, ésta también es una forma de ver el mundo y de sentirlo y seguimos viviendo sus consecuencias ahora dramáticamente, seguimos siendo sus “hijos”. Pero de valores modernos o cívicos muy poco, o de manera inconsecuente y contradictoria, como ocurre en los colegios: horas de religión, mezclados con ensayos para desfiles pre militares y horas de “educación cívica”, cuando la hay. ¿Quién hace la conciliación en la cabeza de los estudiantes? Y la inconsistencia genera inconsecuencia y falta de convicción y desidia, entre otros rasgos muy negativos socialmente.

Sin embargo, proviniendo el suscrito de una ciudad que según Basadre representa la República, es un deber recordar que una República es un sistema político laico, democrático y social. Y por eso hay derecho a preguntar, entre otras: ¿qué puede representar toda esa simbología en el Te Deum del 28 de julio? De ahí la importancia de la idea —tal vez poco científica— de “hijos de la Contrarreforma”, para entendernos como ex virreinatos, o colonias supérstites. El espíritu contrarreformado está bien vivo y se expresa en los diversos autoritarismos sociales que parecen haberse fijado a una época pasada que se ha prolongado a la nuestra, por falta de ruptura. Aún los elementos o ingredientes modernos, como ya se dijo, son medios para preservar el poder tradicional en el proceso de “modernización tradicionalista”. De ahí el eclecticismo teórico y la indiferencia frente a los valores modernos, la libertad, la tolerancia, la igualdad (ante la ley), la dignidad, el respeto por el otro. Nadie logra conciliarlos con los valores tradicionales porque son incompatibles. 

Hay eclecticismo porque la contradicción de valores no se resuelve, es decir, no se elige uno de los términos sino que se quiere todo: tradición católica y democracia moderna. ¿Quién ha resuelto la conciliación? Se elige no elegir aunque se elija de hecho la tradición. De ahí que no se asume la modernidad integral o consistentemente (su política, su economía, su educación, etc.) y por tanto como prioritaria frente a los valores tradicionales realmente existentes. Y la misma inconsecuencia se da frente a “la tradición”. 

Lo anterior no quiere decir que postulemos descartar de plano la tradición o el pasado, sino en la medida que dificulte, impida o bloquee la posibilidad de una modernización integral. Se requiere coherencia y consistencia. Por lo demás, no se trata de mantener la tradición sino de renovarla y vivificarla. En educación se requiere una democratización de los paradigmas educativos imperantes respectivos, por ejemplo. Lo cual supone renovación de valores: es decir la adopción de los valores que debimos hacer efectiva desde el 28 de julio de 1821, promoviendo su internalización desde la primaria. 

En nuestras sociedades contrarreformadas muchos grupos de poder además de heredar ese carácter intolerante, autoritario y centralizador, que va de lo doméstico a lo político (al más alto nivel) son también expresión, a su modo, de la “modernización tradicionalista”. Por eso en sus discursos aparecen a la vez como muy católicos y muy demócratas. Pero teniendo en cuenta que la democracia es un sistema, medio o instrumento para la libertad, uno se puede preguntar cómo se produce específicamente esa conciliación de valores demo liberales con el espíritu viviente de la Contrarreforma. El eclecticismo no es una solución sino el problema mismo. La libertad de pensamiento o de conciencia no es compatible con las creencias en verdades absolutas.

Lo cual no niega que la relación entre modernidad y tradición sea conciliable en otros contextos. Y será posible entre nosotros si renovamos nuestra cosmovisión predominante. Esto en el ámbito de la educación es fundamental. Un ejemplo de esa conciliación posible entre modernidad y tradición es el caso de Japón. Ellos decidieron abrirse a Occidente y al hacerlo asumieron, a su modo, una forma de modernización que iba bien con los valores del Japón tradicional, con ventaja adicional. Lo cual, sin embargo, no fue sencillo ni pacífico, (el suicidio del escritor, actor, fotógrafo y experto en artes marciales, Yukio Mishima, mediante el rito del sepukku, es muy significativo), pero en Japón por lo menos era posible, los valores en juego eran conciliables. 

En nuestro caso el problema es que uno de los elementos de la contradicción —el tradicional ideológico— es antagónico al elemento moderno, es decir no conciliable. Ese elemento tradicional nuestro, por sus propias características intrínsecas, hace imposible la conciliación cuando colisiona con valores modernos, como ocurre con todas las verdades eternas, absolutas y únicas. Mientras que en la cosmovisión japonesa, en su concepción dialéctica, vacía o recipiente del mundo, se concilian el budismo Zen y el Shintoismo o la ética samurái con la modernidad económico jurídica occidental. Y además Japón es un pueblo viejo (y sabio) aun en comparación con el europeo. 

Mientras que nosotros, como país, como Perú, según recordaba Raúl Porras Barrenechea, recién hemos nacido con la Conquista. Por tanto no tenemos ni quinientos años cumplidos, sin embargo muchos peruanos no piensan así, (hay algunos que hablan de 10,000 años, de cultura milenaria, etc.). El asunto sigue siendo discutible todavía, sigue sin resolverse en el alma de muchos peruanos. ¿Desde cuándo existe el Perú y por qué? No está claro para esa mayoría. Y esto nos lleva a los problemas de identidad; otro gran tema de nuestra compleja problemática. 

Este catolicismo particular, propio de la mayoría de países hispanoamericanos, con sus matices, hijo del Concilio de Trento y del Tribunal de la Inquisición no es cualquier catolicismo, reacciona contra todo lo que representa modernidad y de ahí la actitud frente a la Reforma que, como mencionamos, es uno de sus gérmenes, junto al Descubrimiento de América, el Renacimiento italiano, la Ilustración, el pragmatismo anglosajón. 

La histórica re-acción católica contra la Reforma Luterana, liderada por el imperio español del cual formábamos parte, suponía defensa de la autoridad, del papado, de la tradición, del pasado, a sangre y fuego, literalmente, debido a su carácter absoluto ligado a la idea de una única verdad absoluta. Y justamente, las ideologías monistas están ligadas a la intolerancia, consecuencia del absolutismo en sus distintas versiones. Este catolicismo contrarreformado es especialmente intolerante, oscurantista, cerrado y aterradoramente cruel.

El ex cardenal Cipriani actual es un ejemplo “luminoso”, y la mayoría de peruanos tiene su misma ideología y pertenece a la misma Iglesia. Esa ideología se reproduce de generación en generación: impide el desarrollo de la capacidad crítica, bloquea los saltos cualitativos en educación y esto nos mantiene en el subdesarrollo, que es ante todo “pobreza mental” (Nora Catelli), aunque se finja moderno. Sigue defendiendo la tradición, el pasado pre republicano, la autoridad papal, la sumisión social e individual, su alianza con el poder político-económico. Seguimos siendo “hijos de la Contrarreforma”, como dijo Octavio Paz en sus últimos años. 

La intolerancia desató la guerra más odiosa y cruel de las muchas que ha habido en la historia occidental. Por ineludibles razones de sobrevivencia, la guerra religiosa exigía una cierta actitud: en la guerra los ejércitos atacan o se defienden a muerte. Y si una guerra dura treinta años y es tan malvada , la intolerancia y el odio mortal se internalizan, se incorporan y se hacen espíritu, salvo cambio radical de actitud que desarrolle la capacidad autocrítica, como ocurrió con los protestantes. Si el espíritu de la contrarreforma se mantiene tres siglos por la represión, se internaliza, deviene normal, se vuelve identidad, modo de ser “natural”, idiosincrasia. Eso fue la Contrarreforma. 

Ese espíritu se fue de España recién con la democratización post franquista, pero subsiste en la mayoría de ex colonias hispano americanas y por eso Paz no dice que somos hijos del catolicismo sino “hijos de la Contrarreforma”. El espíritu de la Contrarreforma está vivo en nuestros países. Cipriani confesando que jamás ha leído a Mario Vargas Llosa: es la imagen perfecta del espíritu de la Contrarreforma. ¿Cómo no leer nada del Premio Nobel Vargas Llosa sólo porque no piensa como él y es agnóstico, liberal? Es el colmo de la intolerancia, del oscurantismo y la egocéntrica cerrazón total: el espíritu puro y duro de la Contrarreforma. Pero la mayoría peruana es un poco como Cipriani, no como Vargas Llosa, lamentablemente. 

Ese espíritu deriva de una guerra que parecía más bien un problema resoluble en el plano de la polémica ideológica o teológica. Pero el odio, la intolerancia y el apetito de poder no lo permitieron. El caso sorprende, porque en esa paradójica guerra religiosa lo de guerra a muerte no fue una metáfora. ¿Qué tipo de religión lleva a este estado de cosas? Ese espíritu se mantiene porque aún no se ha dado el salto a la modernidad económica, política, ideológica, etc., que rompa con él. Es una cuestión de hecho, no de opinión. ¿Cómo salir del subdesarrollo sin una modernización integral y consistente? ¿Y cómo modernizarse sin renovar los valores, los paradigmas, los esquemas mentales

Somos mestizos y el elemento andino es poderoso en ciertos aspectos o ámbitos, pero por lo que hace a la identidad, en tanto somos resultado de la Conquista, los elementos esenciales no son predominantemente incaicos sino hispanos u occidentales: religión, lengua, sistema jurídico, estructura mental, por ejemplo. Somos mestizos, pero la predominancia cultural occidental, es decir hispana, es evidente, dejando de lado el mestizaje biológico o racial (que parece más bien un criterio racista). Así como los norteamericanos no dejaron de ser anglosajones cuando se independizaron de Inglaterra, nosotros no dejamos de ser hispanos cuando nos independizamos de España. Lo malo es que tampoco dejamos de ser pre modernos, hasta ahora. Y que se puede ser hispano y ser moderno, en el mejor sentido, lo prueban los españoles de hoy, que no tienen la culpa de nuestra premodernidad supérstite (2023). Y que no resolvamos nuestros problemas de identidad, es otro ingrediente poderoso de la mala calidad educativa. Negar las propias señas de identidad es incompatible con una buena educación.

Juan C. Valdivia Cano
05 de abril del 2023

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