Hugo Neira
Democracia providencial
Regímenes de alto grado de inestabilidad, como el peruano
Unas semanas atrás, dediqué mi columna a la “sociedad heteronómica”. Y en el caso del Perú, dicho concepto nos lleva a otro, el de “democracia providencial”. Se suele definir como providencial “a un proceso que se produce de forma casual o inesperada y evita un daño o un perjuicio inminentes” (Diccionario Julio Casares de la Academia). Su aplicación es, pues, pertinente para sistemas electorales donde lo casual es predominante, al punto que una consulta electoral estuvo bajo el signo del azar y lo imprevisto. Las elecciones generales del 2016 en Perú fueron el ejemplo de ese elemento inopinado, una inoportuna reforma electoral en pleno proceso electoral. Lo de providencial significa que se evitó el daño. Por razones absolutamente azarosas, un Jurado Nacional Electoral que se atrevió a tomar decisiones de último momento. En suma, el término democracia providencial designa casos insólitos. Si se sale adelante es por milagro. “Dios es peruano”.
En las ciencias sociales actuales, el concepto de democracia providencial es de uso corriente (Revue européenne des sciences sociales, n° IV-135, 2006). Obviamente, para regímenes de alto grado de inestabilidad. Pero no es su único uso. Lo de providencial cubre una fenomenología más ancha. Otro rasgo de la clasificación en democracia providencial es que depende de un poder extrasocial, de la divinidad. En cualquiera de sus representaciones y creencias. Ahora bien, en ese caso estaríamos ante una sociedad cuya religión dominante se fusiona con el poder político. Es lo que ocurre en buena parte de los Estados islámicos. De modo general, se trata de comunidades y culturas que no han hecho un pasaje hacia la secularización. Sin embargo, sociedades como la española lo consiguen después de Franco. José Juan Toharia señala que, en 1989, un 63% de jóvenes españoles rechazaban la intervención de la Iglesia en la política (Juan González-Anleo, Para comprender la sociología, Editorial Verbo Divino, Estella, Navarra,1992). Hay que entender que no se trata de una descristianización sino de la separación del ámbito eclesiástico de lo civil.
Nuestro caso es más complicado. No eran los hombres de sotana los llamados a secularizarse sino los laicos, profanos, los civiles. Y eso no ha ocurrido como le recordé en otra columna del 10 de abril, e influye más bien sobre los hábitos mentales, las formas de discurrir, sobre dicotomías. Es la mentalidad tridentina que no se inclina por el análisis social —tendría que reconocer la existencia del otro— sino por la exclusión en nombre de principios morales.
En Perú, el Estado y la Iglesia teóricamente están separados, pero el punto de vista de las autoridades eclesiásticas cuenta enormemente. No por azar hay un rito que permanece, el Te Deum. Cada año, cada 28 de julio, el arzobispo de Lima le da una lección de orden moral a la clase política peruana, y no hay Presidente ni ministro que deje de acudir a ese ritual. Que escuchan muy compungidos y como escolares.