Hugo Neira
Cuba. Cuando las élites se decían socialistas
La matriz aristocrática y el narcisismo de los revolucionarios
En los años setenta fui varias veces a Cuba. Había ganado el premio de Casa de las Américas en 1975 con mi libro sobre Saturnino Huillca, dirigente cusqueño que inicia la reforma de la propiedad de la tierra con sus tomas o invasiones. La autobiografía de Huillca, la de un indio que tomaba la palabra. Y no hice sino las preguntas, que luego hice desaparecer para que solo quedara su voz, su relato. Huillca era un sabio. Ese texto fue traducido a siete lenguas. Al polaco, al checo, en años de la hegemonía soviética en la Europa central. Después de eso, los cubanos me invitaron repetidas veces. Casi me caso con una cubana. No se pudo, era la estrella de un deporte que se cultivaba en Cuba, el ballet acuático. Si se iba, sus padres perdían estatus y diversos privilegios, entre ellos, su lujosa casa. Una vez más, la imposibilidad de Romeo y Julieta.
¿Quién en Lima no dejó de visitar Cuba en esos años? Poetas, periodistas, políticos, gente de cine y teatro. Yo he vuelto a Cuba en los años duros, cuando desaparece la URSS y sus protecciones comerciales. Con Claire. El problema con los cubanos, es que son simpáticos antes de Fidel, después y ahora. Todavía hay gente que se acuerda del indio Huillca. Y lo que me dicen, «al menos nos visitas». Hoy, en Cuba hay cambios. Un presidente, Miguel Díaz-Canel, adiós la familia Castro. Se vienen cambios en la economía. Su reconversión es tan cuerda como la que fue la transición en España tras la muerte de Franco.
Pero aquí viene lo que quiero contar. En uno de esos viajes, una familia limeña que tenía una hija estudiando en La Habana me pidió que intervenga. De ella se había enamorado uno de los «comandantes». Por lo visto, ella estaba harta de esa relación, pero el poderoso amante no la dejaba salir de Cuba. Ahora bien, no era cualquier cosa uno de esos «comandantes». Eran pocos, eran esos que pelearon en Sierra Maestra. Y guardaron las pobladas barbas. Una suerte de nobleza. No llevaban uniforme alguno. En cada cuartel, el centinela tenía que reconocerlo solo mirándoles el rostro. Y cuadrarse. Alguna vez fui a un cuartel con algún general peruano, y se quedó admirado. Cuba, con razón o sin ella, vivía en un clima de posible invasión americana. Y como se sabe, el propio Fidel dormía a salto de mata. La CIA no pudo matarlo, pese a un número increíble de intentos. Después de todo, la isla es pequeña. Digamos el departamento de Arequipa y Moquegua.
En cuanto al cuasi secuestro de la joven peruana, el lío que se armó no fue tanto por esos amores contrariados sino que metí la pata al invitar a la joven peruana a que almorzara conmigo en un gran restaurante que no era abierto a todo el mundo. A los velasquistas nos ponían en las mejores residencias. Aquella muchacha descubre entonces que en Cuba había quesos franceses Camembert. Claro está, para la élite. Y yogurt y otros manjares. No para una simple estudiante becaria. Lo de dejarla salir fue lo más fácil. Cuatro gritos de la autoridad y el comandante de marras se buscó otra víctima. Lo otro, el descubrimiento de la gastronomía para los de arriba, fue mi error. Al día siguiente tuve una discusión de lo más encendida con un brillante asesor de Fidel Castro, alguien que por edad no había estado en Sierra Maestra, demasiado joven. No lo olvidaré. Dicen que solo los rusos y los sudamericanos son capaces de amanecerse por un debate de ideas. Por lo menos en los años setenta al noventa. Mi amigo, pese a lo que llamaría Iván Degregori «los hondos y mortales desencuentros», no dejó de serlo, y nos despedimos con un abrazo. Venía de una vieja familia cubana. Sí, pues. Eso ocurre en todas las revoluciones. Gente de la antigua élite dominante se reconvierte a los nuevos dominadores. Y lo que me dijo, no lo olvido.
«Sí, Hugo. Vivimos mejor que el pueblo, pero es necesario. Sin nosotros el pueblo retrocede y se equivoca. Mire compañero, ¿cómo funciona una colmena? El néctar para las abejas obreras no es la jalea real para las abejas reinas». Textual.
En efecto, polen, jalea real, miel. Pero con metabolismos diferentes. No para humanos. Sinceramente, esa argumentación es radicalmente reaccionaria. La metáfora de la colmena es lo que todos los grupos dominadores y explotadores han argumentado para legitimar su existencia, desde los faraones hasta cualquier grupo de poder cerrado al pueblo.
En fin, en la Cuba de Fidel Castro, en los años felices en que el poderoso Iván el ruso corría con los gastos del «milagro» cubano, la élite vivía de manera completamente distinta del cubano corriente. Desde la casa, una residencia de lo mejor, a los ingresos e incluyendo la gastronomía. ¡Vaya socialismo! Que una muchacha extranjera se fuera de Cuba descubriendo cómo vivía la clase política, era un escándalo.
Más allá de Cuba castrista, me temo que la izquierda tenga siempre una matriz aristocrática. De los jacobinos a los modernos, la idea de la vanguardia esconde el narcisismo del revolucionario. Se le ocurre a Lenin, no a Marx. El partido único es la contribución de los bolcheviques. Su éxito y su pecado. En cuanto a la actual izquierda peruana, la he llamado la Inquisición de los Propietarios de la Verdad Única (IPVU). Hoy, ellos deciden quién es correcto o no. Viven como burgueses, porque si no viven bien —vuelvo a escuchar al amigo cubano— ¿quién conduciría al pueblo hacia las praderas del porvenir socialista? En los días que corren, es muy fácil ubicarlos. Están siempre por encima de cholos, zambos y plebeyos. No tienen haciendas, pero sí universidades. Más fundamentalistas que el mismo Opus Dei.