Miguel A. Rodriguez Mackay
América Latina en su adversidad
Mejorar la educación pública para no seguir encadenados a la ignorancia
Mirando a América Latina, con una superficie de 20 millones de km2 y con más de 650 millones de habitantes, y además comprendida por 21 países que la definen geopolíticamente, en el momento actual sigue dominada por clases políticas corruptas hasta los huesos. Esas clases políticas generan un grave impacto por las tecnologías de la información que no había antes, salvados los corruptos del pasado. El continente está lleno de sobresaltos por las polarizaciones ideológicas exacerbadas por la pandemia de la Covid-19, y con altas dosis de intolerancia e informalidad de larga data, que permiten la pervivencia de incontenibles proyectos políticos chichas, marcados por la aventura. Es explicable entonces que, pese al tiempo transcurrido, la región no haya dado el salto cualitativo hacia las grandes ligas continentales.
Es evidente que nuestra región sigue entrampada en el mayor drama de su proceso histórico: la vulnerabilidad de las instituciones fundamentales en sus Estados y no precisamente por la conquista española de fines del siglo XV como trilladamente han querido imputar sectores recalcitrantes y malhumorados, sino por la ausencia de una cosmovisión conjunta hacia el desarrollo tal como lo hicieron, por ejemplo, los europeos luego de la Segunda Guerra Mundial, que mirándose unos a otros por los resultados desastrosos de la conflagración bélica, se dieron cuenta de que si acaso no se unían con el reto de su enorme diversidad idiosincrática, idiomática, cultural, etc., estaban destinados a su desplazamiento en las relaciones internacionales como espacio de gravitación con peso y piso específicos en el globo.
Nuestra región teniendo, en cambio, similitudes realmente envidiables, no hemos podido cimentar las bases para el desarrollo, aun contando como en plato servido a nuestras homogeneidades culturales, religiosas, idiomáticas, etc., y ello debido a nuestra fractura político-social que poco o nada ha importante a los gobernantes mediocres, sanear, corregir, superar.
En efecto, una vez que la mayoría de los países de América Latina, aprovechando la crisis política española de fines del siglo XVIII por el impacto que produjo la arremetida napoleónica en gran parte del viejo continente luego del empoderamiento del gran corzo por el golpe de Estado del 18 de brumario (9 de noviembre de 1799 del calendario gregoriano), uno a uno sus Estados nacionales, que progresivamente por el fenómeno separatista inicial excitado por el jesuita arequipeño, Juan Pablo Viscardo y Guzmán en su notable “Carta a los Españoles Americanos” publicada póstumamente en 1799, luego fueron consiguiendo sus independencias a lo largo del siglo XIX, en gran parte promovidos, primero por la fuerza jurídica del Uti Possidetis de Iure que les permitió conservar para sus vidas soberanas ulteriores los territorios iniciales respetando las delimitaciones y las demarcaciones heredadas por las normas jurídicas del virreinato, y segundo, el principio de la Libre Determinación de los Pueblos, de enorme aplicación en los espacios fronterizos de los nuevos Estados -fue la expresión inicial de la consulta popular, el referéndum y el plebiscito-, descuidaron lo más preciado para su destino como Estado-Nación: invertir en consolidar sus instituciones políticas titulares y tutelares nacionales.
Mirando sin mucho esfuerzo retrospectivamente nuestra región, nos queda el realismo puro en el análisis para solamente concluir que nuestras sociedades han sido dominantemente vulnerables, haciendo de América Latina una región de contrastes, es decir, que puede ser vista como un espacio del globo de enormes posibilidades, pero también como un continente de enormes informalidades, debilidades sobreviviendo con procesos traumáticos que pudimos evitar.
Mientras por casi 200 años los enfrentamientos entre los Estados en América Latina fueron por asuntos territoriales o fronterizos -esa fue la ocupación monotemática dominante de las diplomacias de nuestros países-, lo que incluso nos llevó en algunos casos hasta soportar guerras afirmando fracturas interestatales -allí están la Guerra del Pacífico, la Guerra de la Triple Alianza, entre otras- ya en el siglo XX, por la Guerra Fría, nuestro continente cayó en las redes de las ideologías políticas, generando que las contraposiciones entre los países fueran obra de los gobiernos de turno según profesaran el capitalismo o el comunismo, los dos crónicamente intolerantes e insoportables unos a otros como hasta ahora. Pero nos quedamos allí atrapados o sumergidos sin poder liberarnos de las cadenas de la ideologización que fue creando la base de las enemistades de la contemporaneidad, fundamentalmente al interior de los Estados, cuya tenencia del poder político se ha mostrado cíclica como ahora estamos viendo con mayor claridad en nuestra región.
Las debilidades formativas en la conciencia política del pueblo latinoamericano -inexcusable responsabilidad de las clases políticas latinoamericanas-, por la ausencia de bases sólidas en la formación educativa son, a mi juicio, el punto de partida de todos nuestros males actuales.
Esta realidad sucintamente descrita en los párrafos precedentes, entonces, pasó a nuestra región porque los Estados de esta parte de América jamás invirtieron en la educación, la verdadera palanca para la libertad y el desarrollo en democracia de las naciones. Nuestros gobernantes desdeñaron todo el tiempo la asignación del presupuesto para la educación en el tamaño que solamente podría corresponder a aquellas naciones que aspiran a la grandeza del desarrollo. Esta penosa realidad siguió durante todo el siglo XX y lo que va del XXI, con presupuestos educativos que en la inmensa mayoría de nuestros países jamás superó en promedio el 5%.
Sin liderazgos por la verdadera transformación hacia el desarrollo y la modernidad, no hay un solo país de América Latina que haya ido decididamente a fondo en hacer realidad una auténtica revolución educativa que nos desencadenara de nuestros complejos, prejuicios, intolerancias, divisionismos, etc., parteros de un statu quo que fue imponiéndose para desgracia de nuestro destino en el tamaño de tragedia latinoamericana.
La inmensa mayoría de gobernantes que han tenido nuestros países han sido caudillos y esa realidad ha sido un óbice político para el destino de nuestros pueblos. Los caudillos han vivido extasiados por llegar a la cima de sus circunstanciales proyectos políticos superponiendo sus agendas personales o grupales antes que la de sus pueblos y eso no ha cambiado. La ausencia de estadistas en nuestra región es una realidad que permite identificar la falencia latinoamericana de que el poder en nuestros países nunca ha sido ejercido orgánicamente, es decir, sin proyección nacional, que era lo esperado ahora que miramos el cumplimiento del bicentenario en la mayoría de nuestros países y efectuamos un balance de nuestro decurso histórico político. Nada más grave para los pueblos de América que haya pasado el largo tiempo de vida nacional sin que fueran cimentadas las bases para vivir con la garantía de que nuestro decurso no tendrá sobresaltos sino vida digna y con felicidad social y ciudadana.
Las manifestaciones o protestas que vemos en Brasil y Perú, por ejemplo, son la consecuencia de procesos empíricos exacerbados por la ideología y nuestra cercanía al abismo de la anarquía con evidente desprecio por las leyes y las reglas constitucionales consagradas en las constituciones nacionales, está a un paso del desembalse porque no se han preocupado por invertir en la educación que era la mayor inversión para crear nuevas generaciones adictas al respeto de la democracia, el estado de derecho y a forjar la conciencia cívica ciudadana para crear partidos políticos como la única posibilidad de forjar conciencia política para solventar un mínimo de tolerancia para la gobernanza intraestatal que no existe.
Esta es la única verdad que nos sigue produciendo clases políticas mediocres y corruptas en nuestros países y ese desorden político y social con una escala axiológica por los suelos, se traduce en polarización permanente como recurso de los adeptos a la barbarie.
Ese es el espejo del que ningún político puede escabullirse en una América Latina que debió levantarse de la pandemia para coger ritmo y despegar para alejarse del subdesarrollo y madurar para asumir y defender el valor de la democracia y darle sentido a su proceso histórico. No hemos invertido en ese esfuerzo nacional por la educación y por eso hoy somos sociedades tan endebles y vulnerables como aquella de los años sesenta y setenta en que nuestra región estuvo dominada por golpes de Estado y dictaduras. América Latina no aprende. Eso es lo más traumático. Nuestro futuro es incierto y esa es una desventura que nos puede pasar una factura muy grande. Mi columna no termina esta vez con mensaje de esperanza sino con uno de advertencia. Las migraciones continuarán incomodando a los estados, unos a otros, y los límites del derecho internacional seguirán siendo pasados por alto por los gobernantes creando funestos precedentes, y la agenda común para afrontar los retos del planeta seguirán siendo desdeñados.
Si queremos todo diferente invirtamos en educación. El milagro asiático que hizo a sus países ricos en pocos años no fue obra del azar sino de la apuesta que decidieron sentados en la mesa juntos y sin prejuicios para definir sus destinos. En América Latina cuando se plantean las mesas de trabajo –en el caso peruano es el Acuerdo Nacional–, en lo primero que piensan es en quiénes se van a sentar porque no hay capacidad para sentarse todos con elevación superponiendo la tolerancia. Seguirán invirtiendo en cualquier cosa menos en educación como pasa en nuestros países con los papás desesperados por el auto del año, el televisor más sofisticado o el celular de última generación para elevar el “estatus” de la familia, pero nunca en los libros para que todos lean con el único objetivo de dejar de ser los esclavos del siglo XXI que tanto abundan en nuestra región, porque no hay nada más execrable que servir al engaño o a la manipulación como vemos tristemente con los sectores más dependientes y marginales. Necesitamos que América Latina cuente hombres y mujeres con carácter, que no les tiemble la mano, para decidir la inversión en la educación como la única posibilidad para no repetir otros 200 años encadenados por el imperio de la ignorancia y la aventura, las mayores tragedias legadas a nuestras generaciones presentes.
Miguel Ángel Rodríguez Mackay
Excanciller de la República del Perú. Profesor de Política Exterior en la Facultad de Derecho y Ciencia Política de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
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