Miguel A. Rodriguez Mackay
Alemania: A 32 años de la caída del Muro de Berlín
La celebración plena de la libertad en Occidente
Ahora que el mundo, Europa y, particularmente, Alemania, viven otros tiempos -en pocas semanas sabremos quién será el nuevo Canciller teutón-, respecto de los que caracterizaron a la Guerra Fría, conviene repasar, a pocos días de celebrar el 9 de noviembre, el trigésimo segundo aniversario de la histórica caída del Muro de Berlín. Este acontecimiento, ya inscrito en la historia de las Relaciones Internacionales contemporáneas, tiene una enorme significación.
Sin duda, la obsecuencia al totalitarismo mantuvo dividida a Alemania por 28 años (1961-1989). La partición fáctica del territorio germano en dos Alemanias -una comunista y la otra capitalista-, aunque no era el único, fue uno de los más visibles despropósitos del mundo de la bipolaridad en pleno corazón de una Europa que comenzaba a levantarse por los estragos de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Sus protagonistas fueron Estados Unidos de América y la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El final de dicho período bipolar, fue sin duda, la caída del muro alemán aquella noche, ya emblemática, del 9 de noviembre de 1989.
Mijail Gorbachov, el último presidente de la Unión Soviética, desde que llegó al poder en 1985- quien estableció como las bases de su gestión “la perestroika” (reforma) y “el glasnost” (transparencia)-, había creado las condiciones para precipitar el final del mundo comunista, planificado por la genialidad de Richard Nixon y su secretario de Estado, Henry Kissinger, más de una década atrás. El paso decisivo de esta estrategia fue la inclusión de China en el Consejo de Seguridad, acto que enmudeció a los soviéticos, porque les quitó la única supremacía en el mundo asiático.
El marxismo, que fue impuesto en muchos países de Europa del Este, nunca demostró su eficacia y, por los ochenta, entraba en franco proceso de agonía. Deng Xiaoping (1978-1997), máximo líder de la República Popular de China, que sucedió a Mao Tsé Tung, abandonó el colectivismo por el capitalismo económico que muchos sostienen podría encumbrar al gigante asiático en el futuro como la nueva superpotencia del planeta. Sin embargo, en ese entonces, China dependía de Washington.
Lo cierto es que, a la caída del muro de Berlín, la coyuntura coadyuvó para que Estados Unidos se alzara como el único y mayor hegemón del mundo, dando inicio a la unipolaridad que duraría hasta el 2001, en que se produjo el atentado terrorista por Al Qaeda en las Torres Gemelas y en el Pentágono. A partir de allí se inició un sistema internacional unimultipolar.
La caída del muro, además, consolidó a Helmut Kohl (1982-1998), en ese momento elegido canciller de la Alemania y artífice de la reunificación teutona. Ya se vislumbraba liderazgo de alemán y la inminencia de un mayor poder en Europa. La preeminencia germana se consolidó con Angela Merkel -es su mérito- durante los últimos 16 años de gobierno en la Alemania que pronto dejará.
En ese entonces, lograr la unidad política de una Alemania partida por el capricho de las ideologías, fue el mayor legado de Kohl para el país y por cuya gesta, hay que decirlo, poca simpatía mostraron los entonces, presidente de Francia, François Mitterrand (1982-1995), y la primera ministra del Reino Unido, Margaret Thatcher (1979-1990). Si bien ambos deseaban el fin del comunismo también eran conscientes de las ventajas y empoderamiento que asomaban para Alemania en el marco de la Unión.
Pero el impacto de la caída del muro de Berlín fue inconmensurable en el imaginario colectivo de los alemanes. De hecho, luego de 43 días de traerse abajo el muro quedó en claro el fin de la denominada Guerra Fría, proceso y fenómeno de las Relaciones Internacionales que siguió a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), caracterizado por el empoderamiento planetario de EE.UU. y la Unión Soviética. Ambos poderes mantuvieron equilibrios en el poder militar, algo que hoy no existe aún entre EE.UU. y China como algunos forzadamente plantean al sostener que vivimos una nueva Guerra Fría.
El 22 de diciembre de ese año, en un acto sin precedentes para la historia de Alemania y del mundo entero, fue abierta la emblemática Puerta de Brandeburgo, erigida en el siglo XVIII como símbolo del pueblo y tradición germanos que, debido a las rivalidades entre las potencias por el ya referido mundo bipolar, quedó encerrada en una suerte de tierra de nadie por el muro levantado por las autoridades de la Alemania comunista en 1961.
Durante el lapso que siguió a la caída del muro de Berlín y la apertura de la Puerta de Brandeburgo, los habitantes de la República Federal de Alemania (RFA), podían cruzar el muro hacia la República Democrática Alemana (RDA). Sin embargo, el éxtasis para simbolizar la libertad extremis que les había sido arrancada por la trama de una sociedad internacional ideologizada, sólo pudo consumarse cuando fue abierta la ciclópea construcción inspirada en la Acrópolis de Atenas. Las nuevas generaciones de alemanes vieron en 1989 a la esplendorosa puerta de 28 metros de altura y 65, 5 metros de ancho, desde ese momento, convertida en el epicentro de las celebraciones de la libertad y de la unidad alemana. Esto último explica por qué cada 9 de noviembre la sociedad germana se lanza sobre Brandeburgo para exclamar que nunca más proyectos divisionistas sean impuestos en Alemania -y en ninguna parte de Europa y del mundo-, reivindicando el objeto de su edificación ordenada por Federico Guillermo, para homenajear a la paz prusiana.
En síntesis, la caída del Muro de Berlín representa para Alemania -junto con Brandeburgo-, su unidad contemporánea pero también la ansiada y no menos memorable reunificación del país más poderoso de la Unión Europea. El 26 de junio de 1963, John F. Kennedy, trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos, pronunció su histórica frase “Ich bin ein Berliner". Es decir, “Yo también soy berlinés”. Una frase que quedará grabada en el corazón de todos los alemanes, para comprender y defender, como ahora, en Europa, en el Perú y en todo el mundo, por todas las generaciones -mi hija María Luisa nació un 9 de noviembre y junto a sus coetáneos, también lo saben-, acerca del preciado valor de la libertad y de la democracia que son erga omnes, es decir, para todos, completamente innegociables.
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