Carlos Rivera
Tinieblas y palabras
Lecturas que dejan huella en la memoria
Dos semanas sin luz no eran para mi ningún problema. Después de todo había vivido 17 años sin energía eléctrica. Épocas repletas de lecturas a punta de velas y amanecidas despertando con libros y revistas en mi cama. Acostumbrado al sonido del agua por las mañanas, al olor a tierra mojada, a hojas del campo, a leña que debíamos hacer para cocinar en el fogón o los juegos en nuestro jardín de gigantes eucaliptos; los animales comiendo en la chacra y con una radio a pilas como el único aparato para entretenernos y oír las noticias del día. Empezamos a vivir en esa casa cuando en la radio sonaba «Vuela, Vuela» de Magneto, «La bilirrubina» de Juan Luis Guerra, Los muñecos de papel con Sasha, Riki Martin o Bibi Gaytan como iconos de la telenovela más sintonizada por la juventud noventera peruana. Dormíamos temprano y cada uno con sus libros esperando que pasaran las horas.
Ahora era distinto, la empresa eléctrica nos había dejado sin servicio. Se avecinaban los partidos de la selección de fútbol (fecha triple con Chile, Bolivia y Argentina) y habíamos hecho planes en familia para ver los encuentros como todo hincha con el corazón en la mano y el anhelo de empezar a corregir errores.
Para escribir siempre me proveo de recursos musicales, citas o frases de películas (a veces estoy loco con Almodóvar y otro día amanezco rezando por Scorsese) para que cuando enfrente al teclado me ayuden a intentar armonizar mis palabras. Andaba en por esos días enamorado de Mozart y su Marcha Turka, y de algunas piezas perfectas como El Mesías de Händel o las sinfonías de Beethoven y unos días después gozando Amadeus (1984) de Milos Forman, un biopic de este gran superdotado de la música, Wolfgang Amadeus Mozart quien desde los 5 años ya era un versado compositor y murió a los 35 años. La única amiga que me soporta una conversación debía aguantar mis elucubraciones melodramáticas por inbox de facebook. Además de una amistad tiene un buen gusto musical. Que comparta Caifanes ya revela su gran estilo.
Pero los planes cayeron en vacío. Son tiempos de HD y redes sociales donde todo transita a través de un mensaje, audio o memes. Mis escritos pendientes, artículos para el diario en el que colaboraba debían esperar. Eso era lo menos importante de lo menos importante. Cómo responder ante mi madre y hermanos por tan terrible situación. Fui a la SEAL a cumplir con los pagos y dar trámite a la reposición del servicio. Hice mi cola por dos horas desde las 7 de la mañana por cuatro días. Uno trata de ser racional y controlar sus impulsos, pero la eterna burocracia de lo estatal y sus ineficientes servidores transforman un acto de atención en una maldición del apocalipsis. «Feel the fear in my enemy's eyes», como dice Coldplay. ¿Cómo la gente puede defender esa mediocridad kafkiana bajo el criterio de su estatalidad y soportar vejámenes de infierno? Tres días de fracaso en mis diligencias por meros asuntos técnicos que ni ellos mismos podían explicar correctamente. Debía cargar mi celular en cabinas de internet o rogarle a un amigo mientras conversaba afuera de su casa y que me diera unos minutos para cumplir con mis labores. Luego, por andar en correrías me robaron el celular en una custer. Solo faltaban que me orinen los perros.
Compré revistas y casi todos los diarios para entretenernos como en los viejos tiempos. Entre la culpa y la vergüenza taciturno me iba a mi cuarto y me ponía a leer como condenado alumbrado por tres velas grandes compradas en el mercado San Camilo. Justo cuando jugaba Perú contra Chile (jueves 7 de octubre) veo mis libros amontonados y tomé «Perdonen la alegría(36 años después)» de Tono Angulo Daneri. El escritor y periodista que tantas veces había disfrutado con sus escritos en la revista Domingo del diario La República (tiempos de oro con Esther Vargas, Federico de Cárdenas, Ángel Páez y Miguel Ángel Cárdenas o Peter Elmore) y luego en aquella legendaria revista Etiqueta Negra dirigida por Julio Villanueva Chang. Angulo también había publicado libros polémicos de buena factura como Llámenlo amor si quieres (2004) revelando los entresijos sentimentales de Abimael Guzmán Reynoso, Alberto Fujimori o el polémico capítulo dedicado a Víctor Raúl Haya de la Torre intentando una versión de su posible homosexualidad tan comentada en los soterrados discursos que se dicen pero no se escriben.
El hermoso libro de Angulo sobre fútbol fue escrito en Madrid (España) donde reside acompañado de su esposa (española) e hijo (hincha hereje de dos equipos). Angulo muestra no solo la destreza de cronista de oficio sino lo refuerza con poderosas imágenes literarias, apuntes históricos o sociológicos y estadísticas de fanático. Como un peregrino va contando entre lágrimas y encogimientos como empezó este flirteo de tortura y esperanza del equipo peruano que luego de 36 años finalmente iba a un mundial. Su juego narrativo es limpio y como recomienda Villanueva Chang con «gracia y elocuencia…preciso, expresivo y contagiante». El librito va de la mano de referencias a los textos de Juan Villoro (otro escritor militante del fútbol), de Martín Caparrós (el periodista de mostachos extravagantes y fulgurantes historias) o los versos entonados por Arturo el Zambo Cavero o las narraciones a todo pulmón del desaparecido Daniel Peredo. Parece una novela de la vida peruana. Un detritus en clave basadriana en busca de la república soñada que algún día vendrá o despertará de su «adolescencia» (oda a Luis Alberto Sánchez). Un poema a la ilusión de sabernos siempre derrotados y alcanzar por fin una luz de victoria. Pero va encontrando, en ese punto muerto derrotista, una clave para el futuro.
Curiosidades de la vida. Encontré esa obra en un lugarcito de la calle Tristán, donde venden libros usados y siempre voy para ver las novedades. Mis pies me llevaron por el año 2000 buscando aquella edición Nro. 1 de la revista Etiqueta Negra donde había un texto de Juan Pablo Meneses sobre la Fórmula 1 en tiempos del súper piloto Michael Schumacher y un perfil de Jon Lee Anderson sobre Charles Taylor, el dictador de Liberia. Fui feliz —como un placer erótico— y quise estar en mi cama cuanto antes y devorar aquel número.
La siguiente noche tomé Pecho Frio (Alfaguara, 2018) y me sumergí en la historia de un infeliz oficinista de un banco sin gloria alguna y aburrido de su insignificante vida. Empezó a cambiar su destino un día al visitar un programa concurso conducido por Mama Güevos y ser besado por este y transmitido por todos los medios. Un viaje a Punta Sal era el premio para dos. Su esposa, Culo Fino, una mujer tradicional y de virtudes morales muy sólidas cae envuelta en los chismes de sus amistades recatadas y de principios. Lo despiden del banco donde trabajaba y ahí inicia su calvario y luego la fama. Bayly maneja un lenguaje versátil (repleto de jergas, extravagancias y localismos) y de placenteros diálogos condicionando la novela a un descarnado humor que acaba siendo el reflejo del poder y la política en nuestro país entremezclado con la farándula y todos los vicios que provoca el dinero y la popularidad que uno —a veces—, «desea. …el Perú era un país de opereta, carnavalesco, chiflado: un manicomio, una casa de orates, lunáticos y dementes: una cantina, un meretricio, un cabaret.» Pecho Frío abraza las mieles del poder, cambia su moral y se adecua a sus nuevas arrechuras y quiere romper cualquier vestigio de una noble conducta. Nada le importa más que el dinero y el poder. De ser un pobre diablo ahora era un líder de masas hablando huevaditas cursis (políticamente correctas) suficientes para triunfar cuando las estrellas del universo se alinean en favor de un infeliz.
En mi cabecita no podía deshacerme de ese videoclip en YouTube de la versión «Caliente, Caliente» de Raffaela Carrá interpretado por Natalia Millán en el musical «Explota Explota» (2020). Regresando nuevamente de otro día sin luz recomendado por un gran amigo y crítico literario compré, de otro gran amigo, el libro Perú Chicha. La mezcla de los mestizajes (Planeta,2018), de Dorian Espezúa Salmón.
Dorian es un crítico comprometido y de escritura inteligente, docente de la Universidad Nacional de San Marcos. No se somete a la crítica oficial y a sus devaneos culturalistas. En diversas mesas académicas expuso con brillantez sus postulados sobre el ensayo, los teóricos que no hacen teoría o estupendos artículos sobre Arguedas, Efraín Miranda o Gamaliel Churata. Tengo una historia personal con el tema de lo cholo. Ya desde el 2008 motivado por Hugo Neira como director de la Biblioteca Nacional se realizaron varias mesas de discusión integrando a los actores culturales, la academia y otros representantes para enriquecer el debate. Yo estaba en un partido político que abrazó esta propuesta y lanzamos una publicación y una actividad de incidencia («Todos somos cholos»). Desde luego ya Aníbal Quijano con Dominación y cultura. Lo cholo y el conflicto cultural en el Perú. (Lima: Mosca Azul, 1980) y Carlos Franco a través de “Imágenes de la sociedad peruana: la otra modernidad (CEDEP, 1990), habían dejado buenas obras al respecto estudiando este proceso desde las orillas antropológica, política y sociológica y las reconfiguraciones producidas por las migraciones del campo a la ciudad.
Dorian con su libro no intenta un texto rígido académicamente con citas o referencias bibliográficas que a veces redundan en la observación o estudio del autor. Su apuesta parte desde un enfoque de cronista usando su propio testimonio, sus raíces familiares (Puno)y su contexto («El tren y la universidad permitieron que en Puno confluyeran personas provenientes de diferentes regiones y estratos sociales») de que ayudan a clarificar el camino de los posteriores ensayos. No pierde de vista los temas capitales en los que lo chicha se ha expresado con plenitud en todo el país (costa, sierra o selva) en aspectos que van desde la economía, la arquitectura, la música, la ropa y hasta en la literaria. No usa los criterios de Chicha relacionados a la cholificación a lo Jorge Bruce (psicoanálisis y racismo) o desde las referencias sociológicas de ciertas regiones con respecto a adjetivar el género musical y sus repercusiones discursivas de acuerdo a su procedencia, sino que va más allá de lo cholo y alcanza un estado de emociones (cargadas de matrices culturales) que no se detiene por ninguna frontera regional. Este proceso que Dorian dice «chicheficación» atraviesa todas las vertientes: «Cuando uno califica algo de chicha tiene siempre en cuenta algún elemento conectado con lo andino, serrano o selvático que puede ser el apellido, el color de la piel, la vestimenta, los accesos, el dialecto lleno de interferencias, una melodía, un ritmo, los alimentos o los hábitos».
Pasaron dos semanas y cuatro días. Aún no tenía el servicio. Son las diez de la mañana y nuevamente estoy en SEAL para rogarles que instalen el servicio. Amanecí tranquilo, sin ganas de putear al mundo ni a las personas porque nadie tiene la culpa de lo que a uno le pasa. Un señor me hace ingresar, veo los lugares y siento que viví allí una eternidad. Sonriente la chica de atención me dice expeditivamente unas palabras mágicas: «Señor, no se preocupe, a las 12 del día está programada la instalación» Respiro aliviado, siento que acabó la pesadilla. Veo las oficinas de la empresa y espero nunca más volver a esos lugares que me sacaron tantos lamentos de rabia. En las calles la gente se pasea con la camiseta nacional. Día de partido contra Argentina. Una derrota más si importa. Yo me voy feliz releyendo Pantaleón y las visitadoras. Sin celular, pero satisfecho como el Pantita dispuesto a cumplir su gran «misión patriótica» en la selva peruana.
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