Raúl Mendoza Cánepa

Tiempos

Aprovecharlos con intensidad y avidez mundana

Tiempos
Raúl Mendoza Cánepa
05 de febrero del 2018

 

“Un hombre que se permite malgastar una hora de su tiempo no ha descubierto el valor de la vida”, decía Charles Darwin. Aunque no sé si lo dijo, como tampoco sé si Pitágoras señaló que el tiempo era el alma de este mundo. “Polvo en el viento”, como en la canción de Kansas; o polvo enamorado, por tanto, trascendente, como en el verso de Quevedo. Nadie ha logrado definirlo, al punto que es más fácil asumirlo como un concepto vacío. Lo que existe es el movimiento o el compás de los relojes que acaso mide los giros interminables del Sol y de la Luna. La propia descomposición es movimiento; y es movimiento, por tanto, la vejez. Una ilusión, a secas, según Einstein.

Unamuno fundaba su angustia metafísica, trágica, en su propia incertidumbre ¿Y ahora qué? O mejor dicho: ¿y después qué? Los más cínicos no se hacen problemas y reducen todo al instante en que se vive; un tiempo que no es horizontal (pasado-presente-futuro) sino vertical, todo a una, como un cajón de sastre de los momentos vividos en simultáneo. Lo sabio es aprovecharlos con intensidad y avidez mundana. Complicado, ¿verdad?

La fotografía es un separador del tiempo. Por lo general antipática, por lo que se empecina en demostrarnos (a contrapelo de nuestra vanidad). Los encuentros fortuitos con personas que no vemos tras años de distancia nos recuerdan que la percepción es recíproca y que hay que resignarse siempre a una segunda mala impresión. Finalmente, frente a él existen los que buscan explicaciones para remendar las heridas pobladas de los viejos y, como solía decirle a mi padre: “uno nunca está viejo, uno está vivo”.

“Por malgastar el tiempo, finalmente el tiempo me malgastó a mí”, escribió Shakespeare; mientras anotaba, quizás, los eventos que se perdió, los inconclusos, los que apartó de la posibilidad de la experiencia, los que el miedo alejó. No en vano coloca en boca de su Julio César aquella frase célebre que mi padre me solía repetir tan manida como inútilmente (para un adolescente reacio a las monsergas): “los cobardes mueren todos los días, los valientes solo una vez”. Después de morir por enésima vez, debo aceptar que el viejo tenía razón y que nada hinca más que el arrepentimiento en negativo, “lo que no hiciste, lo que dejaste pasar, lo que no fue”.

Según los metafísicos (y de seguro, los religiosos), el tiempo solo existe en el exterior. El alma carece de tiempo, es intemporal, puede habitar todos los tiempos en uno. La conciencia es la que incide en que tengamos una concepción limitada. Los más simples no se desbordan en interrogantes, no las requieren. El tiempo es una suma de eventos y de uno depende que se tornen en coleccionables. Como escribí en un post, bien vale asumirlo como una concatenación de días felices: “cuando me gradué de abogado; cuando pasé de Opinión a El Dominical de El Comercio y caminé esa tarde por los portales de la Plaza San Martín, pensando extasiado que me quedaría quince años (¿?); cuando nacieron mis hijas y las reconocí tras esa ventana prístina en la clínica; cuando reparé que no me dejaron plantado en la boda, sino que el carro llegó media hora tarde; cuando recorrí la Amazonía en un Jeep (hasta que se me cruzó ese cebú con ganas de hacerla con el Jeep); cuando iba a almorzar donde los viejos (que vivían a veinte minutos de mi primer trabajo) y pensaba que eran inmortales; cuando me aumentaron el sueldo por primera vez y cuando vi mi primer libro con mi nombre; cuando por teléfono una voz me dijo que había ganado un premio nacional de ensayo y creí haber ganado el Nobel; y, sobre todo (ahí va la sustancia de todo): cuando transcurrieron pasajeros esos momentos simples y desapercibidos que creí poco importantes mientras los vivía y que adquirieron un valor supremo solo a los años....” Así nos juega sus malas pasadas el tiempo.

 

Raúl Mendoza Cánepa
05 de febrero del 2018

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