Octavio Vinces
Sobre pospolítica y outsiders
Cuando la complejidad de la acción política se retrae a favor de la escenificación
La protesta callejera ha sido una constante en la historia de las luchas políticas, y no pocas veces el escenario simbólico para la consolidación de importantes conquistas sociales. Escena familiar en la historia de los últimos siglos: desde la Revolución Gloriosa, pasando por la Toma de la Bastilla, hasta Mayo del 68. Superada la euforia por la caída del Muro de Berlín, los primeros lustros del siglo XXI marcan un retorno a las barricadas. Pero se trata de un momento en el que las aglomeraciones ciudadanas —producidas de forma instantánea al ser convocadas por Whatsapp o Twitter— no han servido de impulso para el pensamiento ni han podido frenar la debacle de las ideas.
Cuando la complejidad de la acción política se retrae a favor de la simple escenificación, estamos ante algo que se asemeja a la teocracia, que prescinde de un plan de acción vinculado a ideas eficaces y se apoya en una combinación de represión e irracionalidad. En ese contexto resulta ocioso echar mano de una estrategia que complemente la ideología —cosa imprescindible cuando para vencer hay que convencer—, y la sociedad se convierte en pura transparencia, en información que fluye sin tapujos. Los medios de comunicación y las redes sociales, tan al alcance de todo el mundo, hacen un flaco favor a la democracia cuando el pudor se ha convertido en una muralla derrumbada. El terreno está servido para que el liderazgo deje de lado toda solemnidad o protocolo (la «Maiestas» de la Roma clásica), y actúe como un payaso más dentro de un intercambio irrefrenable de payasadas. El reality show deviene en la metáfora perfecta de las relaciones sociales. ¿Se ha impuesto la pospolítica?
Quien pretenda aprovecharse del resentimiento y usarlo como capital político está en una posición inmejorable, dado este escenario. Hace falta tan sólo ganar unas elecciones, para luego refundar la nación, usualmente mediante el recurso de la asamblea constituyente. Eso sí, procurando preservar unas cuantas formalidades básicas que hacen atractivo el sistema. Forma sobre esencia, escenario sin telón de fondo, algo que la democracia liberal permite al ser el más débil de los sistemas políticos conocidos, con su división de poderes, su estado de derecho, y su respeto de la disidencia y las minorías. El más débil, repito. Y quizá por eso el de apariencia más atractiva.
¿No deberíamos entonces experimentar un profundo temor por el outsider, aquel que logra hacerse del poder sin contar con antecedentes ni carta de presentación aparente? Sus posibilidades de expandirse son de nuevo inconmensurables. Hitler fue uno. Stalin, el más idiota de los miembros del politburó de Lenin, también fue el outsider que Kámenev y Zinóviev utilizaron para deshacerse de Trotski. Chávez fue el outsider lanzado al ruedo por la fuerza de la televisión, inmediatamente después de un golpe fracasado que dejaba en entredicho su eficacia como hombre de armas. Fujimori fue el outsider montado en un tractor.
Pero el outsider de este tiempo habrá de cabalgar en algún slogan o tendencia que le otorgue un hálito novedoso. Algo que lo aproxime a los demás usuarios en la marejada de los intercambios de información. ¿Estamos ad portas de la dictadura de la gastronomía? ¿Experimentamos, acaso sin saberlo, la amenaza de un «gastrofascismo» cuya esvástica podría ser la marca Perú?
Por Octavio Vinces
(04 - dic - 2014)
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