Sobre populismos, etimologías y contratos

El gran historiador medievalista belga Albert D´Haenens, hombre también profundamente preocupado por los tiempos que corren, nos lo advertía hace un buen tiempo “…la historia corre el riesgo de ser anterioridad incompatible para mundos diferentes al mundo de la escribalidad”. Y el distinguido profesor de la Universidad de Lovaina la Nueva añadía que “La electronalidad, que de ahora en adelante sustituye a la escribalidad, la empuja al desuso, a la obsolescencia”.

Y ocurre que ciertamente la fijación del hecho histórico está siendo sustituida por las llamadas narrativas; por versiones sustitutas de lo real solo atentas a conveniencias políticas y económicas. En definitiva sometidas al mercado, a mercados que -por añadidura– se terminan por condicionar. 

Los viejos carniceros de los mercados, al pesar su producto y ante eventuales reclamos, decían ´la carne sale con hueso´. Y de un buen tiempo a esta parte –y en la vida política– ´la carne´ (o sea las palabras bonitas) se las ha apropiado inteligentemente la industria política, cultural y rentable de las denominadas izquierdas o progresismos, a partir de lo cual estas fuerzas han construido sus narrativas. Dejando ´el hueso´ (o sea las palabras feas) para los enemigos políticos. Que si osan no apelar al uso de la promesa bonita o de lo políticamente correcto terminan por ser miembros de las llamadas derechas. Las cuales, también desprovistas de ideología e historia, terminan balbuceando babas populistas.

En buena cuenta podemos decir que el asunto no es ni siquiera de ideologías, sino simplemente de expropiación y apropiación de palabras que suenen bonito. Ello favorecido por una tecnología electronal o digital que privilegia el presente, las news y el narcisista selfie.

En este contexto y para los políticos serios, convendría retomar la historia y –desde una perspectiva semiótica y lingüística– las etimologías. Y a la luz de ello reparar en la palabra contrato. Que, por lo demás, es componente del contrato social muchas veces devenido en simple lugar común.

La voz contrato nos remite al latín contratus, término con el que se formalizaban las prácticas originarias del trueque. Y sabemos que los trueques y contratos suponen pactos que obligan a acuerdos a las partes, a cumplimientos sobre materias o cosas determinadas. Todas estas connotaciones derivan de etimologías –y como nos lo recuerda Joan Corominas en su Diccionario Etimológico– adquieren mayor significado cuando comprobamos la existencia de una etimología matriz compelente de obligatoriedad. Porque ‘contrato’ remite a su vez a traer o tirar. Que no son términos que remitan a denotaciones y connotaciones gaseosas sino específicamente a acciones para hacer presentes cosas determinadas. 

Dada la abdicación de hechos e historias, para el 2026 podríamos estar ante narrativas y babas populistas de un lado o del otro. Por ello conviene rescatar el valor específico de la palabra contrato. Y conviene subrayar el término como obligatoriedad de cualquier plan de gobierno. 

El antídoto a la vaguedad acomodaticia –que no hace otra cosa que propiciar el transar en el lugar común– debería ser la oferta de acciones concretas en salud, educación, seguridad y justicia. Con obras específicas para cada región; con fechas de inicio y término; con presupuestos. Y con el compromiso de que si no se cumple lo ofrecido se disuelve el contrato. Eso es respetar lo que significa la palabra contrato. Ese es un plan de gobierno serio.