Ángel Delgado Silva
Reformas descentralistas
Para combatir las prácticas corruptas al interior del Estado
¿Por qué razón los alcaldes de La Peca, Ñahuimpuquio, Chongoyape, Pichinaki, Arapa, Poroy, Túcume, Chihuata y muchos otros distritos refundidos en lo agreste de la cordillera o en la inmensidad amazónica deben llegar a Lima para gestionar la ejecución de sus pequeñas obras comunales, luego de largos días de viaje? ¿Qué obliga a estas autoridades de los pueblos más humildes del Perú profundo a sufrir vejámenes, deambulando por las oficinas públicas, soportando el desdén manifiesto de los funcionarios capitalinos y el casi seguro rechazo de sus pretensiones?. ¿A qué obedece esta humillación inaudita cuando se reclama lo que por disposición presupuestal y justicia les corresponde?
Gracias a la audacia del congresista Moisés Mamani nos topamos con una respuesta terrible y cruel. Molestias, dilaciones, hostilidad y malos tratos no serían fortuitos ni irracionales. Estaban en función de las ganancias ilícitas para quienes deciden sobre dichos fondos públicos. Mientras crecen las dificultades para el acceso, se elevan los costos de oportunidad y, por lo tanto, mayor será la coima exigida. Obviamente, lo perverso de esta asignación de obras locales no prevé la simplificación de trámites ni eliminar requisitos. ¡Oh sorpresa, sucede exactamente lo contrario! El interés de los burócratas para incrementar sus dolosos beneficios incentiva, precisamente, a multiplicar aquellas trabas que hacen más penosos y lentos los expedientes.
Los orígenes de este modo de gestión fueron inocentes; más bien tecnocráticos. Solo pasado un tiempo se construyó la vigente y sofisticada organización de redes criminales. La recuperación municipalista de los años ochenta de la centuria pasada descentralizó el presupuesto general de la República y otorgó a los municipios el financiamiento necesario para sus obras y servicios. El advenimiento del autoritarismo, con el golpe de 1992, alteró este proceso y empezó a recentralizar recursos. La recuperación de la democracia, en los albores del siglo XXI, conservó esta estela fiscal centralista. Y a pesar de que se formaron gobiernos regionales, las autoridades financieras del Estado siguieron actuando sin solución de continuidad con esta mala práctica. No pudieron renunciar al discurso democrático descentralista, pero lo desnaturalizaron con tecnicismos sofistas relativos a “la calidad del gasto público y evitar los despilfarros edilicios”.
Empezaron, entonces, a reconcentrar los fondos destinados a los gobiernos locales en el Gobierno central: en los ministerios de Vivienda, Transporte, Educación y, por cierto, Economía. Estos ministerios dejaron de ser organismos técnico-normativos, con personal calificado para la rectoría sectorial, en consonancia con la lógica del Estado promotor moderno. En vez de ello devinieron en instancias ejecutoras y burocráticas, mediante convenios ejecutivos para pequeñas obras municipales, absolutamente ineficientes.
Dijeron que así “cuidaban los recursos públicos y la bondad de las inversiones locales”. ¡Falso! A la luz de los años y la información del caso Lava Jato, estas precauciones destilan burlas. Aquellos guardianes de la moralidad municipal hoy son los grandes asaltantes del erario nacional, embaucadores de obras fastuosas que no sirven para nada. ¿Dónde estuvieron los otrora celosos garantes de la calidad del gasto municipal que no advirtieron el tropel de “elefantes blancos” que traían Odebrecht y sus cómplices?
Quizá estaban muy ocupados en sus nuevos negociados. Por ello dejaron la administración de los fondos locales a sus juniors, asistentes y segundones. Y estos, probablemente emulando a sus mentores, se abocaron a sacar provecho y pronto formaron una banda incrustada en el seno de esos ministerios. Con los años adquirieron destreza en la explotación de sus poderes y pasaron de lo ocasional, episódico y artesanal al manejo industrial, sistemático y a escala. En ese nuevo emprendimiento los propios ministros del ramo se involucraron con estas prácticas corruptas.
Hoy sabemos de la coexistencia de las dos modalidades de corrupción. Una vinculada a los megaproyectos, a los consorcios internacionales, a las grandes concesiones, con el concurso de mafioso de presidentes, ministros y los más altos funcionarios, moviendo dinero a granel y millonario, que se depositaba en Andorra, Gran Caimán y otras off shore de Centroamérica. La otra, amarrada a la infraestructura local, que conectaba con las empresas del medio y cuyo objetivo corruptor eran las autoridades de los municipios más precarios del interior el país. Y si bien las cantidades movilizadas eran modestas, gozaban en cambio de una rotación muy rápida, por lo que el dinero afluía constantemente. ¡Una verdadera caja chica de la corrupción estatal!.
Sumergirse en este deletéreo albañal fue la recompensa que Kuczynski ofreció a una recua de congresistas venales para mantenerse en el Gobierno. Su traición no calificaba para que lucren de los grandes contratos estatales. Por eso, fiscales y jueces no deben limitarse a castigar a estos adefesios. Deberán desmantelar el gansterismo instalado en la cúpula del Estado.
Esforcémonos para que la racionalidad retorne a los predios estatales y se purgue esta mórbida corruptela. Devastemos el enjambre de cohechos y colusiones y descentralicemos los presupuestos municipales de inversión. Ratifiquemos el rol ministerial de controlar y regular el gasto público descentralizado, apoyando las gestiones edilicias, enseñándoles a hacer las cosas bien, en vez de usurpar sus competencias por torvos intereses.
Lima, 27 de marzo de 2018.
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