Darío Enríquez
Que se vayan todos… los que no me gustan
Los corruptos del siglo XXI se defienden hasta con las uñas
Cuando cayó el gobierno de Alberto Fujimori —en noviembre de 2000, en medio de una grave crisis de corrupción política—, el aparato mafioso montado por su asesor Vladimiro Montesinos, con la complacencia del presidente, no tuvo capacidad de reacción. El intento de propagar la idea de que todos eran corruptos y que, por lo tanto, en términos prácticos poco importaba definir responsabilidades, ni siquiera pudo tomar vuelo. Todo fue muy rápido, el proyecto autocrático colapsó.
Con el Gobierno de transición de Valentín Paniagua se inició un proceso de castigo a la corrupción. Muchos personajes de los noventa sufrieron prisión efectiva, y algunos de ellos aún la sufren. El proceso continuó en los sucesivos gobiernos de Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski, hasta hoy. Este proceso ha tenido éxito relativo pues, aunque se castigó a muchos culpables, se han cometido injusticias con algunos inocentes. También hubo casos que quedaron sin castigo, ya sea porque algunos huyeron impunemente —evadiendo la acción de la justicia— o porque compraron su libertad en el mercado negro de “vladivideos” que regentaron los falsos moralizadores.
Sabemos hoy que esa moralización tenía un vicio de origen: Diego García-Sayán y Alejandro Toledo fueron los “líderes” de la reforma del Poder Judicial que se adaptó al servicio de propósitos nefastos. Pero fueron mucho más allá. La emergencia de una de las redes de corrupción transnacional más grandes y duraderas en la historia humana encontró un espacio fértil para su desarrollo en el Perú. El socialista Foro de Sao Paulo, el corrupto socialista Lula Da Silva —que hoy cumple prisión en Brasil— y las empresas mercantilistas Odebrecht, OAS, Camargo Correa y otras, en complicidad con socios locales encabezados por Graña y Montero, montaron en nuestro país una red de megacorrupción que pulverizó cualquier antecedente e impuso su lógica perversa por un periodo que alcanzó casi los tres lustros.
En el Perú no se había investigado nada, y no se hubiera hecho nada respecto a la megacorrupción auriverde si no llegaba información ineludible e inocultable desde EE. UU., Suiza y Brasil. En ese contexto, la judicialización de estas corruptelas del siglo XXI se ha visto ralentizada por un Poder Judicial peruano al servicio de ellas. También contribuye a esa impunidad una infame red mediática entregada a esa corrupción: intereses sanguíneos y crematísticos de Graña y Montero en la concentración de medios que controla diarios, canales de televisión y parte de redes sociales, ponen en duda evidente la idoneidad e imparcialidad. Y hacen evidente la posible complicidad de esos medios con la megacorrupción.
Pese a ello, hay evidencias contundentes de una metástasis corrupta a lo largo y ancho de todas las tiendas políticas. Por esas cosas que tiene el destino, solo el partido que ostenta la actual mayoría en el Congreso no ha formado parte alguna vez del Poder Ejecutivo, epicentro indiscutible de los grandes negociados de la megacorrupción en el siglo XXI. Sin embargo, ese partido —como todos los otros— debe resolver fundadas sospechas de haber tenido un financiamiento electoral opaco, probablemente ligado en buena parte a la megacorrupción brasileña. Allí hay una corrupción potencial que es punible solo en tanto lavado de activos, porque no llegaron a ganar las elecciones presidenciales. También, ese mismo partido es heredero del activo y el pasivo de un movimiento político que durante los noventa logró sacarnos de la crisis más profunda de nuestra historia; pero que al final de esa década e inicios de la siguiente nos sumió en la grave depresión de la llamada “corrupción fujimontesinista”.
Surge así el grito “¡Que se vayan todos!”. Esa consigna legítima viene de ciudadanos realmente indignados —aunque poco reflexivos— frente a la situación que vivimos. No obstante, también es aprovechada, en formato de falsa indignación, por quienes están gravemente cuestionados a partir de evidencias contundentes de corrupción. Ellos tratan de evitar el castigo desviando la atención gritando “¡Atrapen al ratero!”, en lugar de entregarse y confesar. Es la izquierda reciclada y elitista de Mendoza, Glave, Huillca y Villarán, junto a operadores mediáticos como Gustavo Gorriti y otros: “Quítate tú pa’ ponerme yo”.
La difusión de audios que muestran las entrañas corruptas del Poder Judicial no logró el objetivo central de mantener en el cargo al fiscal Sánchez, protector de Toledo, Ollanta, Nadine, Villarán y PPK. Ahora sabemos que esos audios no eran ninguna “exclusiva” periodística, sino viles y vulgares objetos de una subasta infame. Gorriti lo sabe. Por eso, no puede menos que regocijarnos que hayan recibido su merecido en la última marcha, cuando esos ciudadanos realmente indignados salieron a protestar por la corrupción del Poder Judicial y se encontraron con algunos de ellos. Llovieron gritos de “¡Fuera, corruptos, malditos caviares, oportunistas!”, además de escupitajos y empujones.
El destino marca hoy la pauta de que sea el partido neofujimorista liderado por Keiko Fujimori —la hija del indultado expresidente— el que tenga la responsabilidad de dirigir una necesaria recomposición y reforma del sistema judicial. Nos guste o no, fue lo que la voluntad popular determinó en el 2016. Salvo que optemos por un anticonstitucional golpe de Estado. Frente a un escenario muchísimo menos complicado que el que teníamos el 5 de abril de 1992, estaríamos paradójicamente reivindicando históricamente a Alberto Fujimori.
Tenemos muy cerca la posibilidad de un desfogue electoral: las elecciones municipales y regionales que tendrán lugar en menos de 75 días. Aunque no se trate de elecciones legislativas, una nueva legitimidad emergerá sin duda de ese proceso. Y el Congreso deberá proponer modelos de participación ciudadana, atendiendo esa nueva legitimidad, siguiendo procedimientos preestablecidos, manteniendo el orden legal y cautelando la seguridad jurídica. No estamos para los experimentos de una asamblea constituyente ni para la aventura de un golpista con botas. ¿Vizcarra dará la talla?
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