Hugo Neira
¿Qué es Nación?
La más compleja de las formas sociales conocidas
La nación moderna es deseada o no es. Sin la voluntad de asentimiento de los nacionales no tiene lugar. Las naciones hoy son todas heterogéneas. Las que no lo son, mal síntoma. Son esas en las que nadie puede salir ni entrar.
La razón y la pasión se han mezclado en la marcha de la historia y de los pueblos al hacer sus naciones y discutir sus sentidos, tanto o acaso más que con el tema del Estado. Blut, Boden, Begriff. Suelo, sangre, concepto. La historia del siglo XIX y el XX por entero. Si hay un tema complejo en nuestro tiempo, es este: la Nación.
La nación es un concepto arduo, es lo que estamos confesando. Por una parte vincula el concepto con los sentimientos: gente, pueblo, tierra, terruño, pueblo natal, vecindad, paisaje. Pero, por la otra, connota ciudadanía, derechos, Estado, potencia. monarquía, república. Con los vivos y con los muertos. Con el presente, el pasado y el porvenir. Marca lo que se nos acerca, al compatriota, y lo que es distancia y diferencia, al apátrida y al extranjero.
¿Qué es, pues, una nación? Weber recordaba la ambigüedad de los documentos oficiales que igual hablaban de la “nación suiza” o del “pueblo suizo”, indistintamente. La diferencia no era inocente. En una puede pesar el jus sanguinis y en la otra el derecho de suelo, el jus solis. La predominancia de uno u otro criterio ha provocado, en el feroz siglo XX, innumerables guerras y matanzas. Desde los judíos en Alemania, a los Tutsi en Rwanda, o los albaneses y serbios en Kosovo. Se matan a despecho de que seamos la misma especie, por aquello que invocó Freud, “el narcisismo de las mínimas diferencias”.
El siglo XX ve volcarse sobre la idea de nación otros contenidos, además de los de pueblos, socialistas y obreros. Voluntarismo histórico del fascismo italiano, reacción conservadora y católica del franquismo español, darwinismo social y la idea de raza mezclada a la de clase y nación en el nazismo, a la vez popular, populista, pangermanista y mesiánica. A mitad del siglo XX, el nacionalismo es recuperado por los pueblos asiáticos y africanos en sus luchas por la liberación colonial. En la pugna Este-Oeste surge una geopolítica nueva: el Tercer Mundo. En realidad, Nasser, Nehru, Ho Chi Minh, son nacionalistas. Luego aparecen corrientes islámicas y panarabistas. Concluye la Guerra Fría pero la heterogeneidad de lo nacional aumenta cuando se disuelven macrosistemas como la URSS o la Yugoslavia de Tito. En Europa occidental y en la América Latina e incluso en las potencias emergentes, se acrecientan tensiones interiores, comunitarismos, separatismos, nuevos reclamos de nación. Y la posibilidad del retorno a naciones étnicas. En suma, la idea de nación es moderna, es histórica, es contemporánea. Está sujeta a constante discusión.
El tema teórico de la nación está en el centro de la disciplina sociológica pero debe compartir ese champ de estudios con otras disciplinas. Con la historia que ve en las naciones formas de poder. Con el Derecho, por sus instituciones y leyes. Con la antropología porque la nación incorpora mitos, ritos, comportamientos, culturas. Con la geografía, que no la concibe sin un territorio (de hecho en nuestro tiempo, puede estar en varios, como los kurdos, catalanes, mayas y aimaras). Hay otra entidad política decisiva y a la vez polisémica, el Estado moderno. También provoca teóricamente una multiplicidad de puntos de vista. Los geógrafos ven una geopolítica en el Estado moderno. Las ciencias políticas, la diferenciación de gobernantes y gobernados. El historiador, la forma cómo se constituye. El jurista, un sistema de normas (H. Kelsen). Y un destino decidido por la inexorable marcha de la historia universal en Hegel. Otros, una gran ficción. “El más frío de los monstruos fríos” (Nietzsche). Lévi-Strauss también usa lo frío y lo caliente pero en un sentido distinto. La modernidad de reinos y naciones es porque son “calientes”, nacen haciendo política y el conflicto no los deshace, los constituye. Las culturas primitivas, por el contrario, no buscan innovaciones. Frías quiere decir que escapan a la evolución. Como las abejas. Todas las sociedades humanas son, sin embargo, frías y calientes, el tema es la preponderancia de lo que permanece o de lo que las hace cambiar. Cuestión de dosis.
La nación moderna, sociedad “caliente”, de fuerte historicidad (Touraine), es concebida, de ahí sus mitos, linajes dinásticos y la invención del pasado histórico nacional. Es actuada, de ahí los ritos, el ceremonial oficial, los símbolos patrióticos, el calendario que conmemora batallas, viejas glorias. Y es siempre vivida, sentida, de ahí el patriotismo, el apego, la nostalgia. Ahora bien, le precede en el orden de la voluntad de clasificar a los hombres, familias, gente, el clan totémico. Y la nación también sirve para lo mismo.
Una nación es, en primer lugar, un sistema de clasificación, hereditario o adquirido. Lo saben todas las fuerzas policiales, aduanas y jueces, e Interpol. Un sistema visible —todas con banderas y fronteras— que encuadra individuos-ciudadanos fácilmente ubicables para usos legales y fiscales. Se es inevitablemente colombiano, croata, canadiense o súbdito del Principado de Andorra, ciudadano de Noruega o del Sultanato de Omán, se es nacional de alguna nación. Lo sabe el personal de aeropuertos e Interpol. Si esto es así, la contraparte es el cuadro jurídico para el nacional. En segundo lugar, una nación-Estado es, pues, un espacio estable para generar negociaciones y un cuadro legal de vida. Es un lugar en donde se puede negociar, donde se expresan los intereses legítimos. No es un campo de batalla, es una morada. En tercer lugar, la nación moderna permite una democracia de proximidad. No podemos votar por el presidente del Fondo Monetario Internacional, sería como elegir a un virrey, pero al menos, podemos remover o revocar a nuestros alcaldes, a los representantes al parlamento, al jefe del Estado. Algo es algo, hasta que nos dejen participar en la elección del emperador del mundo. Por último, pero no es rasgo menor, la nación pertenece al orden de los apegos, de los sentimientos. Queremos nuestro terruño, a nuestra patria chica, que en épocas de viajes veloces viene a ser simplemente la patria.
Es probable que el poder del apego a lo comunitario (lenguas, vínculos étnicos y religiosos) y el narcisismo de la diferencia cultural, pueda retardar la unidad política en un solo Estado. Fue el caso de Alemania clásica desde el siglo XVI hasta 1871 y hasta el momento, el de la Unión Europea, sin Estado federal y Presidente. Puede ser el caso de varios Estados federales que no son una nación propiamente dicha. India y China entran en esa categoría. También Brasil, los Estados Unidos. Se pueden romper. Un fantasma recorre el mundo, la secesión. Todo depende de un juego de equilibrios muy complicado entre comunidades y sociedad política para lo cual no hay receta. ¿Y qué es, en fin, la nación? Las razones por las que unos grupos quieran seguir asociados y otros no difieren según las variadas combinaciones del componente cultural tradicional y la modernidad estatal. Puede incluso existir “el interés común”, el viejo deseo desde los días de John Stuart Mill, de “querer formar parte de algo”. La unidad de América Latina, de países africanos. Otra cosa es realizarlo. Al tomar en cuenta el sentir y las emociones —lo comunitario— estamos valorando deliberadamente una dimensión subjetiva. Cuando no se toma en cuenta el espacio de la subjetividad (lengua, etnia, costumbres, religión) se aprovechan las fuerzas irracionales. El fascismo, entonces, estará ahí para conducir las emociones colectivas a un pantano de sentimentalismo que desplaza a la política mediante el odio social y racial. En nuestros días las pasiones regresan por otros caminos, intolerante fe religiosa, o etnia o cultura. Hay, pues, nacionalismos cerrados, son los que privilegian en exceso lo comunitario. Hay nacionalismos abiertos, son los que toman en cuenta el componente de instituciones, Estado y leyes. Pero su riesgo es el alejarse de “las pasiones dominantes” (Tocqueville). La política no ha dejado de ser “el arte de lo posible” (Maquiavelo). Mientras reflexionaba sobre esta parte final, me venía a la memoria el apasionado debate en la antropología sobre el totemismo —Boas, Frazer— que tomó buena parte del siglo XX hasta el trabajo de Lévi-Strauss, de 1962. La operación levistraussiana consistió en una reformulación radicalmente nueva. Explica los fenómenos totémicos como un juego de oposiciones, de formas de vida asociativa que se complementan. Aquí también hemos seguido una lógica binaria. Recogiendo las dos corrientes interpretativas clásicas pero subordinando la sociedad “fría”, o comunitaria (la que prefiere conservar), a la sociedad política que admite el cambio. Una nación entonces está diseñada para vivir las tensiones de sus componentes.
En suma, la nación es la más compleja de las formas sociales conocidas. Y la más frecuente forma de organización. El agregado demográfico de naciones es mayor que las grandes religiones. Su constitución binaria permite el juego inacabable de cultura y política. Cuando los mecanismos que ahora ligan en “simetría inversa” a clases y grupos enteros heterogéneos reciban otras formas de cohesión y de acción social, la nación habrá perdido su razón de ser. Hasta nuestros días, el tema de la pobreza y la protección de los individuos es tarea propia de cada nación. O viene, en todo caso, en la primera línea de responsabilidad de quienes mandan. De no funcionar, la historia la volverán a escribir los Imperios, y lo que es peor, las guerras de religión. Vivimos una civilización de naciones, con su propia gramática: una combinación de razón política y vigor creativo cultural. Hasta ahora, eficaz. Del nos y del yo, del nosotros y los otros. Pero nada es perdurable.
Estas líneas, amable lector, fueron escritas hace 10 años, provienen de mi libro ¿Qué es Nación?, especialmente del capítulo final, “Por una gramática de naciones”. Hoy estamos ante una nueva intolerancia, una guerra imprecisa. Entre las numerosas víctimas de los atentados terroristas del Hamas en Israel, hay norteamericanos, sudamericanos, europeos, asiáticos, africanos, se cuenta ya una treintena de nacionalidades. No son las de una nación en particular. Es la humanidad entera.