César Félix Sánchez
¿Qué celebrar? Una mirada crítica al bicentenario
Tercera parte de las reflexiones en torno a la independencia
Quizás Gran Bretaña podría tener algún motivo para celebrar. No la apertura de los mercados hispanoamericanos para su comercio, que ya era un hecho antes de la consumación del proceso, sino algunas ventajas menores surgidas del fin de la unidad política del continente. Los Estados Unidos de América, en ese entonces una federación de repúblicas aristocráticas con cierto élan calvinista, tendrían, sin embargo, mayores motivos de festejo: las conmociones hispanoamericanas propulsaron la doctrina Monroe (1823) y el logro del dominio hemisférico absoluto antes de terminar el siglo.
Pero, evidentemente, los políticos, como ya nos tienen acostumbrados en los últimos doscientos años, harán uso de nobles mentiras y eslóganes etéreos. Y así, las celebraciones del bicentenario se parecerán a las del centenario, en cuanto autoglorificación de oligarquías partitocráticas o de caudillos eventuales. Aunque, pensándolo bien, serán mucho peores: las tendencias neomarxistas y pseudoindigenistas más delirantes tendrán un papel privilegiado en la mixtificación presente.
¿Qué cabe esperar, entonces? Como ya lo hemos señalado al referirnos a los países donde la estatalidad moderna ha fracasado más patentemente, existe todavía un pequeño rescoldo de trascendencia teológico-política en algunos de nuestros pueblos. Pensar en la vieja Christianitas Indiana, destruida hace doscientos años, como un horizonte para repensar nuestras formas de representación y nuestros vínculos geopolíticos puede ser un camino posible.
Y tal ejercicio hoy no significará, como siempre se quiso acusar a los que osaron revisar críticamente el proceso independentista, un mimetismo servil de España. La España actual es emética, en un sentido espiritual, y no puede ser modelo de nada. Ha acabado siendo víctima en una medida incomparable de la mixtificación histórica más burda y el aparente éxito –logrado hace solo algunas décadas– de la estatalidad moderna ha significado el ahogamiento de su sociedad y la pérdida casi absoluta de su identidad espiritual. Y el consecuente riesgo de su desintegración territorial ha venido a confirmar la profecía con la que Menéndez y Pelayo concluía su Historia de los heterodoxos españoles. Parece ser que el proceso de destrucción de la Monarquía Católica, empezado hace doscientos años, está a punto de culminar con la desaparición total de los últimos vestigios testimoniales que podrían siquiera representar un vago recuerdo de ella.
Pero el misterio de la historia se resiste a los epitafios definitivos. Hölderlin, en Das Archipelagus una de sus grandes elegías, narra la destrucción de Atenas y, mientras contempla las sagradas cenizas –die heilige Asche-, recuerda los antiguos monumentos. Sin embargo, repentinamente, la vida se vuelve a llenar de sentido divino –denn voll göttlichen Sinns ist alles Leben geworden – y la polis vuelve a su grandeza de antaño y, aún más, se remonta hasta glorias hasta entonces desconocidas.
Así, un impulso venido de lo alto puede vivificar nuestros pueblos y llevarlos a cumplir una vocación que parece todavía no haber sido alcanzada.
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