Carlos Rivera
Prehistoria de mi locura
Una lágrima disfrazada del espejismo de un joven aventurero
I
1993 fue quizás uno de los más melancólicos años de mi vida. Ese tránsito juvenil de hacerme hombre y ganarme el pan a mis 18 años y formar un futuro que me asegure pequeñas comodidades para mandar al diablo a la pobreza. 60 kilos, flaco, libros desordenados en mi cama (por esos tiempos era hincha de Sábato) fumador empedernido y ensayando alguna vestimenta un poco roquera. Ya curtido en mis fracasadas cuitas amorosas. Tenía tantos sueños, batallas propias de esta agitación por devorarme el mundo con utopías que rondaban en mi cabeza. Era una lágrima disfrazada del espejismo de un joven aventurero, un poeta incierto cavilando entre las nubes y las indigentes promesas del destino. Me dolía la vida. Anhelaba dormir pegado a Pink Floyd flotando, respirando y oyendo sus canciones psicodélicas, su afinado universo progresivo y sus formidables letras siempre haciéndonos pensar de la mano de un sonido o de sus espectaculares videos futuristas y existencialistas. Solo quería dormir en esas burbujas de notas de alta filosofía musical.
Andábamos con mis tres grandes amigos de esas gloriosas épocas: Renato, Otto y Ricardo. Eran los tiempos de intercambiar casets con alguna fotocopia a blanco y negro como portada. Los más acomodados ya estaban entrando en la onda del Compact disc. Nuestra vidas eran relatadas por las bandas que admirábamos y una de ellas —desde luego— permaneció para siempre cuando pudimos ver “The Wall”(1982) musical dirigido por Alan Parker basada en el disco de Pink Floyd del mismo nombre y producido en 1979. Cada uno de nosotros sacaba sus canciones favoritas del musical. Yo sollozaba con “«Vera» («¿Alguien aquí recuerda Vera Lynn?/Recuerde que dijo que/Nos volveríamos a encontrar/Algún día soleado?/Vera! Vera!/¿Qué ha sido de ti?/¿Alguien más aquí/Siente lo mismo que yo?» ) y la repetía una y otra vez. La vimos más de diez veces, contagiados por estos músicos que creíamos dioses. Luego de más de 25 años podemos decir que sí.
Otto hacía muñequeras y siempre me contrataba para ayudarlo cuando tenía varios encargos de un artesano del Fundo El Fierro. Aquella tarde fuimos a cobrar y nos sorprendió con un pedido urgente para el día siguiente:30 guantes y 50 muñequeras. Era imposible. Con las justas podíamos llegar a la mitad, pero el pago era interesante así es que nos comprometimos a entregarlas a las 11: 00 de la mañana del día siguiente. Fuimos a su casa de la calle Tacna de Miraflores y preparamos harto café y encendimos a todo volumen el equipo. Cuando ya eran las 12 de la noche y con algún avance del trabajo el sueño empezó a hacer estragos en nuestros cuerpos queriendo doblegarnos. El alto registro musical de mi amigo Otto era sorprendente ya que por esos tiempos oía a Magma, aquel grupo francés que cantaba en su propio idioma, kobaïano. Una alucinante música conceptual que yo poco comprendía.
Decidimos parar un poco y poner «Shine on you crazy diamond» y mientras tomábamos un cargado café la música reconfortaba nuestro espíritu y con esa energía sideral nos animamos a continuar con el encargo. Luego, prendimos el televisor y bajamos el volumen del equipo. América Televisión anunciaba una película llamada «El reclamador» protagonizada por un joven rebelde llamado Otto (Emilio Estevez), violento amargado por la vida tras perder su empleo y desea vivirlo todo. Encuentra un trabajo que consistía en recuperar autos de clientes morosos y sin querer acaba involucrado en la investigación de una sustancia alienígena ubicada en la maletera de un auto y que al abrirla quemaba a cualquier ser vivo. Su argumento sintonizaba con nuestra rebeldía. Repetíamos «Shine on you crazy diamond» y no perdíamos el hilo de la historia. De pronto un pobre tipo que frecuentaba basureros sin algún —aparente— papel importante en la cinta toma protagonismo al final y es el único que puede abrir la maletera del carro sin que le pase nada. Este se acomoda en el asiento de conductor y con una serena locura llama a Otto. Alrededor los expertos atemorizados con sus trajes anti-radiactivos ven como el auto revestido de un color fosforescente empieza a volar por el cielo. El casete sigue dando vueltas repitiendo la legendaria canción que le compusieron a Syd Barrett:
Sigue brillando, diamante loco.
ahora hay una mirada en tus ojos,
como agujeros negros en el cielo.
sigue brillando, diamante loco.
La madrugada, la película y la música de Pink Floyd quedaron en las madrigueras de mi memoria donde la realidad y la magia se confabulan para eternizar estos momentos.
II
Agosto de 2020. Pandemia. Plaza Las Américas Nos alistábamos con mi gran amigo Junior Bernaola a subirnos a un COTASPA y dirigirnos a la casa de un poeta, ubicada en Alto Libertad para realizarle una sesión fotográfica. Junior tenía además de mascarilla un enorme casco de soldador como protector facial. En el carro como siempre hablando de libros y mirando las calles de tanto en tanto. Algunos pasajeros perdidos en sus celulares. Me entretengo en alguna conversación sobre historia con Junior, él me revela muchas cosas que yo admiro como un devoto recibiendo el sacramento. De pronto un silencio absoluto en el bus. Es un sol de mediodía y el equipo musical de la unidad anuncian esos sonidos que solo una banda pudo alcanzar. Yo le digo a mi compañero que se trata de Floyd y sonrío. El bus sigue su ruta acompañado de la guitarra de David Gilmour. La canción es un viaje sideral mientras mis ojos viajan por los colores y pentagramas de mi vida. Van 8 minutos y emerge la voz ronca de Roger Waters y los despliegues infinitos de cuerdas y sintetizadores, piano, trompetas y unos maravillosos coros.
El bus parece bambolearse sobre las nubes mientras recuerdo las miles de veces que escuché esta canción. Una pendiente y unas curvas dan el vigor a la batería de «Shine on you crazy diamond». Antes de bajarnos estrecho agradecidamente la mano del conductor y me mira con tranquila sabiduría. El sol abofetea mis ojos y me devuelve a la realidad. «sigue brillando, diamante loco», donde estés.
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