César Félix Sánchez

Platón: política y familia

¿Puede ser la familia un factor de corrupción para el Estado?

Platón: política y familia
César Félix Sánchez
15 de agosto del 2022


Un testimonio sugerente de la complejidad de las relaciones entre la familia y la
polis y de las profundas cuestiones filosófico-políticas que se escondían detrás se encuentra en República de Platón. 

Una interpretación corriente –que suele ignorar el carácter hipotético y a veces satírico de un diálogo lleno de humor y melancolía y que versa sobre cómo y por qué el hombre debe ser justo en medio de un mundo que a veces parece desbordado por la injusticia– sostiene que Platón plantea allí un proyecto político totalitario, donde la familia sería abolida en aras de un estado absoluto utópico.

En efecto, en el libro V, Sócrates comenta una de las características más aparentemente extrañas y radicales de su estado justo: «Que todas estas mujeres deben ser comunes a todos estos hombres, ninguna cohabitará en privado con ningún hombre; los hijos a su vez, serán comunes y ni el padre conocerá a su hijo ni el hijo conocerá al padre». Líneas después, manifiesta la necesidad de controlar incluso la reproducción, para asegurar que «los mejores hombres se unan sexualmente a las mejores mujeres la mayor parte de veces; y lo contrario, los más malos con las más malas; y hay que criar a los hijos de los primeros, no a los segundos, si el rebaño ha de ser sobresaliente». Y todo este masivo experimento social sería implementado mediante el uso sistemático de las famosas «nobles mentiras», que no son más que el «uso de la mentira y el engaño en buena cantidad para beneficio de los gobernados».

Ya en el libro III había sostenido que «nadie poseerá bienes en privado, salvo los de primera necesidad», así como un estricto control y regulación de la poesía tradicional, en orden a disciplinar el alma de los ciudadanos. 

Pareciera entonces que estamos ante la quintaesencia de un estado omnipotente, prototalitario y destructor de la familia. Pero el asunto es mucho más complejo. 

En primer lugar, Sócrates admite la imposibilidad de ese estado y señala en repetidas veces su condición de mero ejemplo de cómo puede acercarse el hombre a la justicia. En segundo lugar, cabe preguntar por qué Sócrates plantea soluciones de una extravagancia e imposibilidad tales que podrían sumirlo «sin más en el ridículo y en el desprecio», como dice el mismo Sócrates. Finalmente, no hay que olvidar la clave interpretativa de la propuesta política imaginaria de Sócrates, que el mismo da en el libro II: «Adelante, pues, y como si estuviéramos contando mitos (es decir, cuentos), mientras que tengamos tiempo para ello, eduquemos en teoría a nuestros hombres». 

Es de fundamental importancia recordar la exigencia de Glaucón a Sócrates, que dispara todo el diálogo: «Desearía escuchar un elogio de la justicia en sí misma y por sí misma; y creo que de ti, más de cualquier otro, podría aprenderlo». ¿Es la justicia un bien en sí mismo? Y si es así, ¿por qué siempre que se la elogia es por los beneficios que trae, no por ella misma? Sócrates «esquiva» la pregunta, refiriéndola a una cuestión mayor: «Quizás entonces en lo más grande haya más justicia y más fácil de aprehender. Si queréis indagaremos primeramente cómo es ella en los Estados; y después, del mismo modo, inspeccionaremos también en cada individuo, prestando atención a la similitud de lo más grande en la figura de lo más pequeño». Así, queda señalado el asunto del diálogo, no directamente la política, sino la justicia y, específicamente, la justicia del individuo. ¿Cómo y por qué pueden y deben ser virtuosas las personas? El recurso al Estado es tanto una imagen para estudiar la justicia en el individuo como una condición para que el justo prospere. En el primer –y más importante– caso, el Estado será justo cuando gobiernen los mejores, es decir, los filósofos. No se refiere, evidentemente, a los licenciados en filosofía, sino a aquellos que conocen y aman el Bien, a aquellos que ahora conocemos como santos. De igual forma, el hombre será justo cuando aquello que es más noble en él, el espíritu, gobierne a las pasiones más bajas.

Por tanto, así puede recién entenderse también la extraña solución de la comunidad de bienes y de mujeres e hijos y el control de la reproducción en el estado justo –solución vista por Sócrates como buena por tender a la unidad del cuerpo político–como una figura del alma del filósofo, que «ama la sabiduría en su totalidad, sin hartarse nunca» , pues esa alma está integrada y unida en un solo conocer y un solo querer; y además es capaz de controlar sus pasiones y «criar» solamente a los «hijos» de las más nobles, es decir, a las buenas acciones. Por otro lado, queda claro a lo largo de todo el diálogo el fuerte interés de Sócrates por exponer un modelo educativo adecuado para formar personas virtuosas. Más que un diálogo sobre política –o peor aún, sobre modelos de gobierno agibles–, es un diálogo sobre la virtud y sobre cómo formar personas virtuosas.

Pero queda en pie la inquietante pregunta: ¿podría ser acaso la familia un factor de corrupción para el Estado? Esa cuestión nos lleva de lleno al núcleo de esta dificultad platónica. La familia puede acabar menoscabando a la polis, pues si los ciudadanos velan por su propia familia antes que por el interés general de la ciudad, esta podría desintegrarse por las pugnas particulares. De ahí que la comunidad de esposas y de hijos sea vista como un remedio para hacer de toda la sociedad una gran familia, pues así cada uno, en palabras de Glaucón, «sea quien sea con el que se encuentre, lo tendrá por su hermano o su hermana, por su padre o su madre, por su hijo o su hija, por su descendiente o su ascendiente» donde todos se regocijan y se entristezcan de lo mismo. 

El problema es real, pero la solución es imposible y Sócrates lo sabe. Así como en otros diálogos platónicos, en República los problemas de la justicia, de la educación y la política son descubiertos y descritos con genialidad y profundidad inusitadas, mientras que las soluciones ofrecidas poseen un carácter paradójico, hipotético e incluso irónico, que a veces clama explícita o implícitamente por una solución absolutamente nueva, venida de lo alto.

Recordemos que la primera «noble mentira» que, con mucha reticencia y quizá con una risa mal disimulada, Sócrates plantea para dar inicio a la construcción de su modelo político imposible es el «relato fenicio» que debería ser inculcado a los ciudadanos como verdadero y que sostiene que todos los ciudadanos, aunque de diversa jerarquía, son hijos de la misma tierra: «Vosotros, todos cuanto habitáis en el Estado, sois hermanos. Pero el dios que os modeló puso oro en la mezcla con que se generaron cuantos de vosotros son capaces de gobernar, por lo cual son los que más valen; plata, en cambio, en la de los guardias, y hierro y bronce en las de los labradores y demás artesanos».

Con la llegada del cristianismo, estas extravagantes seudosoluciones al problema de las relaciones entre familia y estado desaparecen: los hombres podrán ser hermanos, pero ya no por un experimento social imposible y ridículo ni tampoco por el quizá más difícil recurso de hacerles creer mitos fabricados por los políticos, sino por el bautismo y la conciencia de pertenecer a un cuerpo espiritual visible, organizado y disciplinado, que los hace a todos hijos de Dios, de cuya mutua convivencia caritativa dependerá su destino ultraterreno. Así, la exigencia platónica queda satisfecha: los hombres tendrán conciencia de ser hijos de Dios y hermanos, miembros de la gran familia de la Iglesia; los filósofos, que aman el Bien y solo pueden tener bienes en común, serán ahora los monjes, que, si bien no gobernarán directamente a la polis, gobernarán a los gobernantes, al dirigir sus almas; y así, finalmente, el justo podrá florecer.

César Félix Sánchez
15 de agosto del 2022

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