Miguel Rodriguez Sosa
Nacimiento republicano del Perú
Cómo se estableció el sistema de república y unitaria
Celebramos cada 28 de julio la independencia del Perú proclamada en Lima en 1821 y militarmente consolidada recién en diciembre de 1824, en Ayacucho. Pero la república del Perú nace con la Constitución de 1823, cuya senda intenta mejorar la carta política de 1828 instituyendo un estado unitario que desvanece la posibilidad de instaurar el Reino del Perú y también el federalismo, que no va a reaparecer en la constitución de 1834 (expedida por la convención nacional durante el gobierno de Luis José de Orbegoso) ni en la constitución conservadora de 1839 (expedida por el congreso general de Huancayo durante el gobierno de Agustín Gamarra); ni siquiera en el proyecto confederativo peruano-boliviano impulsado por Andrés de Santa Cruz en 1836.
La idea del Reino como rectora del nuevo Estado se había manifestado en España, en las Cortes Generales y Extraordinarias de 1810-12, llamadas Cortes de Cádiz, donde aparece la figura del monarquismo indiano como representación legítima de los aborígenes americanos en la persona de Dionisio Ucchu Inca Yupanqui y Bernal, diputado por el Perú y el único de su clase en las Cortes; nacido en Lima, descendiente de la antigua nobleza del Tawantinsuyu y residente en Madrid; quien fuera uno de los candidatos considerados por Manuel José Belgrano y José de San Martín para ser el monarca americano con ancestral legitimidad. Una idea que lució y fugaz se apagó en los primeros tiempos de las independencias sudamericanas.
Con mejor suerte prendió en estas tierras la idea republicana, por ejemplo, en la pluma de José Faustino Sánchez Carrión, que emprendió la divulgación de ideas iluministas de libertad y de patria disociadas de la corona española, al extremo que el virrey Joaquín de la Pezuela lo consideró un elemento peligroso. Con San Martín en el Perú retorna de su ostracismo en Sayán y prosigue la divulgación del ideal republicano. Proclamada la independencia del Perú en Lima, Sánchez Carrión protagonizó debates en la Sociedad Patriótica acerca de la naturaleza del régimen político que convenía al naciente país, polemizando –entre otros– con Bernardo de Monteagudo que postulaba una suerte de monarquía constitucionalmente acotada.
Se dice que su mensaje fue más convincente y que sus ideas tuvieron la adhesión de un gran número de peruanos, al punto que consiguió la diputación por Trujillo en el primer congreso constituyente del Perú que fue encargado de redactar la Constitución de corte republicano y liberal de 1823. Es aquí donde la memoria histórica asentada en la narrativa independentista y patriótica consigue una suspensión de la diferencia esencial existente entre la Historia como disciplina académica y la historia como narrativa interesada de los acontecimientos. La primera debe ser consistente entre los hechos, sus fuentes e interpretaciones, a diferencia de la segunda, que no se exige tal rigor o lo ignora.
Porque esa memoria sosteniendo que las ideas republicanas de Sánchez Carrión “tuvieron la adhesión de un gran número de peruanos” es inconsistente respecto de la realidad social de entonces en el Perú. El historiador Alejandro Reyes Flores (Investigaciones Sociales. Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 2002; 6 (10): 71-87) afirma que cuando el Perú inicia su vida como estado independiente su población –estimada con estadísticas deficientes– sería de 1,25 millones de habitantes, con un 60% de indígenas, más en el área andina centro-sur de Huancavelica a Puno, donde esa población iba del 65% al 95%. Los mestizos de indígena y peninsular eran un 24%; europeos y criollos “blancos” un 16%; “negros” en sus biotipos y mestizajes un 10%, pero con una distribución muy desigual pues eran mayoría en algunos valles de la costa central como Cañete, (80%), Lima (40%) y Chincha e Ica (50% aproximadamente). El 85% de la población total vivía en el campo y solo un 15% en ciudades y pueblos.
La amplia mayoría de la población del Perú no era ilustrada, ni siquiera alfabetizada. A inicios de la vida independiente la educación en el Perú estaba en manos de la iglesia o de las familias; no era una responsabilidad estatal ni pública. En esas condiciones, era materialmente imposible que la mayoría de la población llana y oriunda de los territorios que habían sido el Virreinato del Perú durante tres siglos compartiera las ideas republicanas. Y esto, habida cuenta no solo de su absoluta ignorancia acerca de las mismas sino por haber vivido durante generaciones en el régimen monárquico del virreinato y antes en el imperial Tawantinsuyu de los incas. Sin embargo, es verdad que las ideas republicanas calaron en la minoría ilustrada distinta de la elite social y del pueblo llano, que puede ser estimada en una décima parte de la población.
En ese grupo poblacional se difundían ideas independentistas o cuando menos contrarias al orden virreinal; es una verdad incuestionable. Entre éstas las que se oponían a un absolutismo borbónico reactivado con abusos en los tiempos finales del virreinato, y que eran más bien ideas que no reñían con el régimen sino contra los grupos de poder locales que se beneficiaban de él, o bien que livianamente adherían a un orden monárquico moderado constitucionalmente. Tal fue éste el caso de los varios caudillos que se alzaron en armas desde 1811 demandando la autonomía frente al poder virreinal –el rey español Fernando VII estaba retenido por los franceses de Napoleón– pero sin cuestionar esencialmente el orden social establecido, y en varios casos ni siquiera el régimen virreinal. La marea de insurrecciones en varias regiones suramericanas alentó asimismo ideas autonomistas cruentamente reprimidas en el Perú por el virrey José Fernando de Abascal y los ejércitos del rey mayormente integrados por tropas nativas. Bueno es mencionarlo.
Sigue en debate si quienes son genéricamente considerados precursores de la independencia mostraron una comunión de ideas que los integre en tal conjunto; incluso que una parte de ellos pueda ser considerada como “el bando de los patriotas”, aunque es imperativo aceptar que los insurrectos de entonces consiguieron movilizar fuerzas sociales y militares que en la historiografía peruana se valora –precisamente– como empresas precursoras de la independencia contra el poder virreinal.
Los caudillos señalados eran en su casi totalidad mestizos y criollos urbanos –mineros, comerciantes, profesionistas– ilustrados y apasionados conformantes de una minoría social en el territorio del virreinato. La aceptación de su impulso movilizador obviamente respondía más a lealtades personales, provinciales y a un rechazo de las distintas formas de explotación social que caracterizaban a los poderes locales en el orden virreinal. Pero es marcadamente dudoso que esos grupos movilizados tuvieran en mentes y corazones un patriotismo que por forma de vida y peso de la tradición les debía de ser ajeno.
Por otra parte, los sectores dominantes del orden virreinal tampoco favorecían, claro está, la idea independentista, menos todavía la republicana y antes de la llegada de la expedición sanmartiniana a tierras peruanas se habían dividido entre los defensores del absolutismo monárquico, los que abogaban por la monarquía constitucional –en cualquiera de ambos casos significaba la sujeción a la corona española– y los que llegaron en Lima a sugerir al virrey que asuma como rey del Perú.
Sucedió que en 1808, cuando el pueblo español de Madrid se subleva contra el invasor Bonaparte, estando el trono vacante y Fernando VII en Bayona, en Lima el virrey Abascal, fidelísimo monárquico él, entendió con claridad que el poder en la península residiendo en las comunas insurrectas materializaba el principio pactum translationis, por el que la autoridad del rey otorgada por Dios, que emana en su origen del pueblo, ante la ausencia del monarca revierte a ese pueblo mientras el trono se encuentre vacante. Aunque Abascal persistió en reconocer la corona de Fernando VII, tuvo que aceptar que las juntas que se erigen en Hispanoamérica estimuladas por la constitución española de 1812 eran un poder verdadero y las cortejó para así defender los derechos del rey español. Un gesto de astucia muy tentador, porque en Lima creció la sugestión de proclamar la independencia haciendo a Abascal rey del Perú. Parece que el anciano virrey vaciló en su lealtad a Fernando VII, pero finalmente venció sus ambiciones personales, las que fueran, y proclamó esa lealtad.
Las facciones de criollos y peninsulares que conformaban la elite social y el núcleo de poder en el Perú virreinal: los “copetudos” más vinculados al comercio y sus antagonistas más asociados a la propiedad de la tierra, solamente aceptaron la idea del régimen republicano cuando comprendieron que el colapso del virreinato no les dejaba alternativa para seguir disfrutando de sus privilegios sociales; su otra opción era emigrar. Los conflictos internos que enfrentaron a Torre Tagle y Riva Agüero a inicios de la república son la manifestación clarísima de esa obligada y conveniente, aunque fracturada, aceptación del nuevo orden.
Entonces, si el pueblo llano en su gran mayoría no tenía ideas debidamente razonadas acerca del régimen político del nuevo estado emergente de la independencia (o de la emancipación, como se llame); si de esta población se conformaba la hueste militar del ejército realista que combatía a los “invasores” independentistas de San Martín y luego de Bolívar; y si en su mayoría también los criollos y peninsulares no promovían un régimen político que pudiera derivar en la cancelación de sus privilegios estamentales, cabe cuestionar quiénes eran, socialmente, los actores políticos peruanos de la independencia y de la formación de la República Peruana.
No eran propiamente populares en el sentido extenso del término plebeyo; tampoco eran parte de esos sectores dominantes en el orden virreinal. Eran más bien aquellos que formaban entonces las “capas medias” urbanas e ilustradas, demográfica y socialmente una minoría en la sociedad de entonces, quienes alumbran el nuevo estado del Perú. Lo forjan esas personas que fueron pronto caracterizados como “los hombres de traje negro”: juristas principalmente, los que, junto a clérigos, propietarios y empresarios excluidos del poder virreinal. ¿Qué tan representativos de los pobladores de estas tierras podían ser esos fundadores? Muy poco, ciertamente.
El congreso constituyente abierto en 1827 alumbró la carta política del año siguiente, consolidó el orden republicano del Perú y la instauración del estado unitario de centralismo atenuado que hasta hoy caracteriza nuestro establecimiento político. Buscaba un equilibrio que se revela precario entre liberales y conservadores, y el antagonismo entre ambos va a marcar los tiempos iniciales de la República, ya que ésta, con el antecedente de la constitución de 1823, presentaba una clase política tan débil como dividida, característica que se había acentuado durante la dictadura de Bolívar (1824-26).
Esa debilidad puede ser percibida en el debate constituyente entre las posiciones de instaurar un estado unitario o uno federal. Ambas tributarias de intereses sociales y económicos contrapuestos, a más de desarticulados. Como los de los latifundistas del centro y norte del país que disfrutaban privilegiados beneficios del comercio con Chile, y favorecían por ende el unitarismo que en extremos extendía la vigencia de los monopolios comerciales del virreinato. Frente a esos, los federalistas que en buena cuenta representaban los intereses de los terratenientes del sur y sur andino, disminuidos en el orden virreinal.
Es así que hay un traslape del debate político entre liberales y conservadores –varios de los primeros con “más de un pelín” de jacobinismo– y el producido entre unitaristas y federalistas en la corporación parlamentaria.
El debate, enjundioso, se animó allí en la comisión redactora de bases y proyecto de constitución, los últimos días de julio de 1827 a propósito de la contraposición entre unitarismo y federalismo. Las posiciones fueron decantando en favor de un pragmatismo que terminó por respaldar la idea unitarista por la necesidad de atender a la seguridad exterior del Estado que acogió conciliatoriamente una “aproximación al diseño federal”, pues si bien la Constitución de 1828 recogió en su Título III (De la forma de gobierno, Art. 7): “La nación peruana adopta para su gobierno la forma popular representativa consolidada en la unidad”, no lo hizo con el talante riguroso expresado en el debate por el diputado conservador y unitarista José María de Pando, y más bien prescribió en la Constitución (Arts. 66 a 68) brindar a las regiones un “régimen interior” que otorgue espacios al autogobierno mediante el establecimiento de “juntas departamentales” que eran en realidad meramente declarativas pues sus capacidades ejecutivas se agotaban en “promover” y “proponer” (Art. 75).
Es así que la constitución de 1828 comprende una concesión al federalismo derrotado en la definición unitaria de la naturaleza del estado, con el recurso complaciente de las “juntas gubernativas” que no alcanzaban a ser espacios descentralizados –regionalizados– de gobierno sino únicamente entidades propositivas, cuando más, deliberativas sin capacidades de gestión más allá de satisfacer el interés de las “fuerzas vivas” de las regiones, de obtener una presencia política que podía aspirar a incorporarse al Legislativo. Nace así el estado unitario del Perú líneas arriba tildado como de centralismo atenuado, que en la actualidad lastra el desarrollo nacional con el infructuoso esquema de descentralización vigente.
(Este texto es una versión parcial y corregida de la ponencia presentada en la Biblioteca Regional Mario Vargas Llosa, Arequipa, noviembre 2022, también publicada en el libro “Vana prédica” del autor, Lima, 2023)
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