Eduardo Zapata
Metástasis “democrática” (y de la corrupción)
Se necesita una auténtica reforma de la regionalización
Como casi siempre ocurre, la noticia coyuntural ocupa las primeras planas de los diarios y los principales espacios de la televisión durante un buen tiempo. A sabiendas de que más pronto que tarde otra noticia similar la desplazará y la dejará hasta en el olvido. Y, entonces, perdemos de vista asuntos estructurales que son los que nos corroen como sociedad.
¿Acaso alguien piensa que las conversaciones grabadas subrepticiamente son un hecho aislado en nuestra vida social? ¿Acaso alguien cree que el affaire Pura Vida realmente ha sido tratado en su debido contexto y no como un mero instrumento de marketing político para algunos, alejado de los intereses de los consumidores?
Pronto veremos la multiplicación de candidaturas para las inminentes elecciones municipales y regionales del 2018. Y de seguro parecerá que una verdadera fiebre de participación ciudadana se ha desatado por doquier, y que miles y miles de ciudadanos habrían adherido a la democracia como forma ideal de gobierno. Aun los que antes sostenían que el poder nace del fusil, hoy hasta declararán que nace de las urnas.
¡Fiesta democrática! suele ser el calificativo de muchos periodistas al referirse a los comicios que habrán de realizarse. Y ante la proliferación de decenas de movimientos vecinales y de entusiastas candidatos, circunspectos analistas políticos aludirán a la insuficiencia de los partidos políticos para canalizar voces e inquietudes locales.
Sin ánimo de polemizar —y guiado por las estrafalarias propuestas y los no menos folklóricos símbolos electorales que nos esperan, amén de balbuceantes candidatos—, creo que es deber del analista preguntarse —con legítima preocupación— si todo esto obedece a la llamada crisis de la representación política o a factores acaso más prosaicos, derivados de nuestra crisis de valores.
Primero fue la apresurada y nada técnica llamada regionalización. Luego, la ingente e irreflexiva transferencia de facultades y recursos a las instancias regionales y locales. ¿Resultado? Apetecibles feudos llamados democráticos, que convocan ambiciones económicas de postulantes y de sus amigos que —bajo membretes como Frentes de Defensa de sabe Dios qué o movimientos que propugnan cambios nadie sabe hacia dónde— pugnan por una prostituida representación política que —en muchísimos, muchísimos casos— no constituyen cosa distinta que concebir el poder local como ocasión de enriquecimiento pronto. O peor aún, de alcanzarlo para estar en aptitud de entretejer propuestas políticas nacionales que –bajo la forma de “alianzas o confluencias”— posibiliten conglomerados de cara a las elecciones del 20211.
La descentralización política y económica no ha hecho sino terminar por enfermar el conjunto de la vida orgánica política. Los males del centralismo los hemos esparcido al tejido nacional todo, multiplicando así las incompetencias en la gestión pública y alimentando la prostitución de su manejo.
¿Estarán nuestras autoridades nacionales actuales —hablo del Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo— en condiciones de plantearle al país una auténtica y valiente reforma de la regionalización —y consecuentemente de las atribuciones de los gobiernos regionales y locales— para asegurar un país uno y vario que garantice equidad e inclusión, pero también (y con urgencia) convivencia civilizada y moral pública?
Vamos. No nos extrañemos de las propuestas autoritarias y centralistas que advendrán y que empiezan a confirmarse en el imaginario de la gente precisamente como antídoto a las incapacidades de gestión local, a las innecesarias fuentecitas de agua que se inauguran por doquier y a las agrupaciones (más bien bandas) que en nombre de la democracia constituyen —de facto y desde un principio— formas de asociación ilícita para delinquir.
Eduardo E. Zapata Saldaña
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