Miguel Rodriguez Sosa
Metástasis de la “sociedad civil”
El proceso descontrolado de propagación de células de activismo social
Los progresistas son campeones en eso de poner etiquetas superlativas. A la democracia que se esfuerzan por desvirtuar le ponen “democracia participativa”, la justicia adquiere el adjetivo de “justicia social”, y así. Entre sus producciones cuenta un concepto con el que se han creado un espacio político singular y propio, tenue pero significativo: la “sociedad civil”.
En el Perú asistimos a lo que denomino una “metástasis” de esa sociedad civil creada por las organizaciones que se han apropiado del nombre, reduciendo el todo a “su” parte, cual tumores que proliferan en un cuerpo enfermo a través de vías institucionales contagiadas, como el Ministerio Público, en parte el Poder Judicial y otros órganos. Es el proceso descontrolado de propagación de células de activismo social desde un foco de interés de grupo que ejerce presión de factura ideológica e índole política invadiendo espacios de interés público de la sociedad cuyas funciones llegan a controlar y las desvirtúan produciendo el grave deterioro del orden constituido.
Los agentes son las oenegés que se desarrollan primero con prácticas embozadas y luego al descubierto revelando las señales de su ataque y diseminándose por doquier para apoderarse del control institucional de la sociedad con la ponzoña de su discurso progresista y sin que en momento alguno hayan ganado con los votos la representación que asaltan.
No es un fenómeno singular y propio del Perú. Se está produciendo a nivel mundial como estrategia de agendas supranacionales que la red global de oenegés quiere imponer al sistema internacional y que tiene por finalidad erradicar de la historia al Estado Nacional.
Es muy significativo que esa metástasis que se replica sin cesar aparezca cuando la historia contemporánea nos informa de la decadencia del principio de la representación política que por trescientos años ha estado afincada en lo que se conoce como el sistema de partidos. No será nunca excesivo recordar que ya en 1912 Robert Michels auguraba la paulatina degeneración de los partidos políticos corroídos por la cristalización de formaciones oligárquicas en su seno. Desde hace más de medio siglo el sistema de partidos experimenta a nivel mundial los síntomas de “la ley de hierro de la oligarquía” y su representatividad de los intereses distintos y competitivos de la sociedad es sustituida en forma creciente por la representación de los intereses de sus cúpulas y la gran mayoría de éstas en pugnas intestinas.
La decadencia de la representación política en vía partidaria ha propiciado el surgimiento de esas otras agencias de representación: asociaciones, formas corporativas diversas y las oenegés, el “tercer estado” en el paradigma del poder político contemporáneo que no son estatales ni parecen empresariales, conformadas por grupos de individuos con propósitos de “orientación y promoción”, “incidencia” y “operación”; en realidad son formas de acción política que se presume tienen origen ciudadano, pero que han surgido como sustitutorias de los partidos políticos, o han sido penetradas por éstos buscando su nueva imagen. La despolitización de las poblaciones ha sido propicia para que las oenegés asuman, por sí y ante sí, formas crecientes de seudorepresentación política conducidas por núcleos de activistas con plataformas notoriamente ideológicas vinculadas al progresismo que hipertrofia la racionalidad instrumental dominante en nuestro tiempo.
El fenómeno es tan invasivo que las oenegés se atribuyen la representación de intereses sociales tanto puntuales como extensivos y en su movilización edifican redes y coaliciones locales, nacionales y supranacionales. Agencias propiamente políticas, en el extremo persiguen el reconocimiento universal como las formas actuales de la sociedad civil, cuando en realidad usurpan esa naturaleza.
Hubo un tiempo en la historia cuando la sociedad era considerada tanto civil como política y, de hecho, la acción política era propia de los ciudadanos. Surgió entonces el concepto de que el Estado implicaba una delegación de poder de los ciudadanos -la soberanía de esos instituyendo al Estado- y de ahí siguió en siglos la idea de la separación entre Estado y Sociedad, puesto que el primero era “un mal necesario” (Thomas Paine) cuyo poder creciente debía ser controlado desde la civilidad, pues el ejercicio de competición en ésta permitiría conseguir la mejor forma posible de bienestar y la expresión de libertades frente al poder estatal, con el supuesto antedicho de que la autoridad (en el Estado) era una delegación desde la sociedad.
Fue a finales del siglo XVIII y principios del XIX que el pensamiento político occidental se orienta en forma predominante a considerar la conveniencia de que exista una sociedad civil pluralista e independiente del Estado que pueda restringir su poder regulador (J. S. Mill, Staël, Tocqueville, etc.). Ha sido con Hegel que la sociedad civil incluye a las clases sociales, a las corporaciones, a las instituciones que se ocupan de mediar entre las acciones gubernamentales y el colectivo social en aquellas áreas de la calidad de vida bajo regulación de las leyes y que por tanto no dependen directamente de la esfera política del Estado.
Es aquí donde surge un primer escenario de conflicto entre Estado y sociedad civil, pues Hegel muestra ambigüedad respecto de la administración de justicia que era una atribución concedida por la sociedad civil (titular de la soberanía popular) al Estado, pero que no debería obedecer al interés dominante en ese Estado. Hegel intentó resolver la contradicción con su tesis del Estado como unidad política con capacidad para gobernar en nombre del interés general de la sociedad, lo que abstraía (u omitía) la contraposición de intereses materiales en el seno de la sociedad, que otros pensadores, Marx entre ellos, entendieron como el conflicto entre las clases sociales.
En el proceso de desarrollo de las instituciones políticas fundamentales de las sociedades occidentales, acunadas en la secularización del Estado y de la sociedad, surgen las ideas de asegurar la diferenciación y, a la vez, la unión, entre el Estado y la sociedad civil mediante la separación de los poderes estatales (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) en el marco del régimen del ejercicio del poder electivo, competitivo y con alternancia, como se conoce hoy en día a la democracia. Al frente de eso, la nube de asociaciones civiles en diversos ámbitos, organizadas con sentido de cooperación entre sí y con el Estado (entendido como sociedad política). Ha sido bastante después que la noción de sociedad civil se consolida en los términos precisados por Salvador Giner como una esfera, históricamente evolucionada, de derechos individuales, libertades y asociaciones voluntarias, cuya competición política en la búsqueda de sus respectivas intenciones y preferencias, e intereses privados, está garantizada por una institución pública llamada Estado. Según Giner, toda sociedad civil madura muestra, al menos, cinco dimensiones sobresalientes: individualismo, intimidad, mercado, pluralismo y clase (esta última porque la sociedad está constituida por personas desiguales, aunque no ante la Ley. La desigualdad de las clases es un componente esencial de la sociedad civil). Como se observa, la tesis de Giner es, en buena cuenta, un desarrollo del pensamiento de Tocqueville.
La sociedad civil personificada por esas agencias políticas que son las oenegés de nuestro tiempo carece de esas cualidades reveladas por Giner y otros: han desterrado el individualismo sustituyéndolo por el gregarismo; han retorcido la intimidad con la secrecía, como en su renuencia universal a la fiscalización estatal y social de sus actividades y financiamiento; han reemplazado el mercado como espacio libre de intercambios por el mercantilismo clientelista; rechazan el pluralismo, orientadas por discursos del “pensamiento único” y “políticamente correcto”; y desde luego disuelven cualquier estructura de clase.
Es más, como ahora en el Perú han estructurado una estrategia de intervención propiamente política que no está interesada en el acceso al poder de gobierno, excepto si es con el propósito de parasitarlo; han deslegitimado el Legislativo –espacio de la representación política con base partidaria– y bregan por constreñir la soberanía del Estado, imponiéndole regímenes supranacionales de gobernanza y administración de justicia. En el extremo, se han apoderado de espacios que denominan “justicia transicional” y “promoción y defensa de los derechos humanos” en un esquema global de negocio muy rentable.
La instrumentación política de la justicia es hoy en día una cabeza de la Hidra del progresismo empeñado en derruir el Estado de Derecho mediante lawfare como esa con la que oenegés empoderadas en el Ministerio Público muerden los flancos de los poderes estatales que pretenden someter. Otra es la plataforma constituyente en busca de instaurar un “estado plurinacional” y una tercera es la que pretende configurar una “coalición democrática popular” comprometida con el globalismo, que felizmente existe sólo en los sueños húmedos de las exiguas minorías activistas.
Pero no nos engañemos, cierto es que las oenegés y su progresismo cancerígeno adolecen del típico subjetivismo vanguardista de minorías, pero la historia nos recuerda las veces que en distintas latitudes esas minorías se han apoderado del poder ante la indolencia de las mayorías sociales y el orden resultante fue siempre brutal.
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