César Félix Sánchez
Los dos cuerpos de Castillo
Señales de una cultura política antigua y venerable en el mundo andino
Este artículo fue escrito a fines de noviembre de 2022, antes del golpe del 7 de diciembre, y cuando nada hacía imaginar que Pedro Castillo no llegaría a terminar el año como presidente. Iba a salir en la segunda semana de diciembre, pero por las urgencias de estos tumultuosos meses recién podemos publicarlo.
¿Qué es lo que explica que algunos sectores en el sur del Perú y en el ámbito rural apoyen hasta el final la gestión de Pedro Castillo? Algunos «politólogos» lo explicarán, evidentemente, echándole la culpa a Keiko Fujimori, al Congreso y a los «medios de derecha». Sin embargo, creo que para explicar esta situación basta hacer una fenomenología de la cultura política de esta región. O, para decirlo en simple, observar un poco su historia e índole espiritual. Y si es acompañado por el clásico de Ernst Kantorowicz Los dos cuerpos del Rey. Un ensayo de teología política medieval, pues mucho mejor. Hacerlo es, al menos, preferible a multiplicar la ignorancia propia y ajena con «clivajes», eslóganes vacíos y barbarismos varios.
Los bastiones de Castillo no solo coinciden geográficamente con el núcleo Wari-Inka a partir del cual se iniciaron todos los intentos de unificación del espacio andino, sino también con los últimos bastiones del poder virreinal (recordemos que Puno, Cusco o Arequipa solo fueron capturadas pacíficamente por los patriotas luego de la capitulación de Ayacucho). Son, asimismo, los lugares donde el arte cristiano andino y las devociones barrocas se mantienen más firmes. Por lo demás, más allá de las usuales extravagancias ideológicas de las perpetuamente acomplejadas intelligentsias de provincias (masónicas durante el siglo XIX, particularmente en Puno; y comunistas en el siglo XX, privilegiadamente en Cusco, y globalistas en todas partes en nuestros días), se respira en esas regiones un ambiente espiritual tradicional y piadoso, tanto en el sentido religioso como en el patriótico.
Cabe señalar que en las elecciones de 1931, estas regiones votaron masivamente contra el APRA, que en aquella ocasión representaba la alternativa revolucionaria, y que eran ¡el Callao y el norte del país! las regiones que privilegiaban en ese momento el «antisistema». No era para nada extraño: el peso del elemento clerical y la desconfianza hacia los ideólogos llevaba a la mayoría de la población a votar por el candidato del orden que, aunque clarísimamente indigno y alucinado, brindaba mayores garantías antes que un Haya recién desembarcado del México de Plutarco Elías Calles. Si bien durante ese periodo el voto estaba restringido a la población alfabeta, igual pertenecía esta, en su inmensa mayoría, a los sectores populares y, en algunas zonas, era incluso rural.
¿Qué pasó, entonces, para que estas regiones cayeran en poder de la izquierda a partir de 1983? Pues dos cosas: el Concilio Vaticano II y el ocaso de Acción Popular y del caudillaje de Fernando Belaunde Terry. En el primer caso, la agitación de la izquierda eclesiástica radicalizó a diversos liderazgos regionales y, en el caso de Puno, como se cuenta en La Batalla por Puno de Rénique, entregaría en la década de 1980 a las masas de comuneros al PUM (organización que, a diferencia de Sendero o Pukallakta sí contaba con bendición episcopal en las prelaturas puneñas). Pero aun a pesar de eso y de una reforma agraria catastrófica, la izquierda todavía no alcanzaba la hegemonía en el sur andino mientras Belaunde y su partido fueran competitivos. Las elecciones de 1980, ya con el voto de los analfabetos, fueron las últimas en donde un candidato que ganaba masivamente en Miraflores era el mismo que ganaba masivamente en Ayaviri.
Belaunde, como sabemos, era el señor del gesto. Y cultivaba esa mezcla de cercanía y afabilidad patriarcal con el pueblo y a la vez distinción aristocrática que caracterizaba a muchos líderes del antiguo régimen como Francisco José I de Austria-Hungría o Dom Pedro II de Brasil. Y así pudo llegar a cautivar el imaginario del sur andino en un grado inédito hasta ahora, inimaginable para la derecha criolla costeña, sea en su impostación odriísta, pepecista o fujimorista, amante de la picaresca plebeya y obsesionada con la «modernización». Pero cuando su partido se desgastó y Belaunde ya no pudo participar más en las elecciones directamente, las compuertas de la marea izquierdista se desataron. ¿En qué se parecían los viejos caudillos civiles patriarcales del sur con la izquierda radical emergente de la década de 1980? Más allá de la diferencias, tenían en común un cierto ethos antiliberal: una constatación de que la política no es simplemente una sierva de la economía o del derecho, sino un campo de batalla donde se libra una batalla, sea espiritual o moral, sea dialéctica, pero de la que emergerá una armonía jerárquica, mal que les pese a los igualitaristas. Porque más allá del aspecto declamatorio, la izquierda provinciana siempre ha sido profundamente antiigualitaria en la práctica. No busca, en la práctica, la abolición de la jerarquía, sino ocupar (o sentir que ocupa) el vértice de una suerte de pirámide monárquica.
¿Y dónde entra Pedro Castillo en este cuadro? En que las minorías sólidas que lo sostienen en el sur no es que ignoren que no está preparado para gobernar, que está involucrado en escándalos de corrupción, o que es, en el fondo, débil y contradictorio, sino que establecieron con él una relación que engloba mecanismos de representación propios de una cultura del antiguo régimen.
Castillo tiene para ellos dos cuerpos. Uno, el suyo propio, que no es más que el cuerpo del incompetente y perdido maestro chotano y otro, el que representa al pueblo y que no es propiamente ni individual ni humano, sino que encarna la soberanía. Castillo era intuitivamente consciente de eso y de ahí su obsesión con utilizar su sombrero gentilicio. Ese sombrero, igual que la corona, no era un rasgo peculiar de un individuo, sino un símbolo que pertenece a una larga serie interminable de individuos, pero que, igual que la corona, no muere nunca. Así, por más inútil o pernicioso que sea el individuo que ocupa el trono de la soberanía sacra, su deposición imprevista podría significar un peligroso vacío simbólico y la pérdida misma de la soberanía, usurpada por alguien ilegítimo. Y si la alternativa es un conjunto intonso de gerentes ultraprofesionales pero anónimos y sin profundidad metafísica y que, por estas mismas condiciones, son vistos como «vendepatrias», «corruptos» o «chilenos», peor aún.
La derecha debería aprender que muchos de los elementos que le parecen risibles (como usar sombreros tradicionales, montar caballo encabezando a las masas –como hacían Piérola, Belaunde y… Castillo–, blandir varayocs, fustas o lampas, usar un lenguaje solemne y comer cualquier chicharrón que se presente) son en verdad señales de una cultura política antigua y venerable en el mundo andino y que, al margen de los errores electorales graves pero contingentes, impide que esos pueblos caigan en la forma mentis del igualitarismo, la masificación y la impiedad, que es un camino de no retorno al totalitarismo y a la demagogia burocrática. Veamos, si no, los casos de Venezuela y Argentina.
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