Arturo Valverde
Los amigos no tienen edad
La soledad es un amigo que no está
Las amistades más entrañables y maravillosas me las ha regalado mi papá. Nonagenarios, octogenarios, septuagenarios, hombres que superaban en demasía la suma de nuestras edades, marcaron de una manera u otra, mi vida. Los recuerdos más entrañables que guardo de este grupo de hombres tiene como escenario la loza deportiva de la Asociación de Exalumnos del Colegio Salesiano, en Breña, a donde íbamos juntos para pelotear un rato. El fútbol nunca ha vuelto a ser tan divertido como en aquellos años, cuando quedaba impresionado por el desfile de empleados públicos, jubilados, albañiles, artistas del espectáculo, futbolistas y policías en retiro que hacían una simbiosis admirable cuando entraban a la cancha.
Todos los sábados por la mañana, los jugadores repetían religiosamente la ceremonia del calentamiento. Daban vueltas alrededor de los arcos mientras otros untaban sus muslos y pantorrillas con cremas. Cuando terminaba el partido, los hombres se retiraban a las duchas para bañarse, costumbre que nunca pude imitar por pudor. Después del baño, seguían las merecidas cervezas. Como era un niño, me embebía con la sabiduría de sus anecdotarios. Fabricamos una amistad invaluable. Ellos se fueron haciendo más viejos mientras yo me hacía más joven; que es otra manera de hacerse viejo, al fin y al cabo. Yo prefiero pensar que crecíamos de modos diferentes.
Con el tiempo, por las inquebrantables leyes de la vida, algunos murieron de maneras heroicas y poéticas, dignas de inscribirse en la Odisea y la Ilíada. Una mañana, uno de los futbolistas de setenta años, a quien teníamos mucho cariño, acudió a la clínica del seguro de salud del Estado para cumplir con su chequeo médico de rutina. Le dicen que debían ponerle una inyección y terminan matándolo por mala praxis. Así se fue el mejor defensa que he visto en mi vida.
Pero, quizás, la noticia que más me sorprendió aparte del fallecimiento del delantero “El tanque” Díaz, fue la partida de Eddie, un correcaminos nato que salía disparado desde su arco y no paraba hasta llegar a la portería del contrincante. Yo volvía a mi casa después de hacerme un corte de cabello, al estilo “Último mohicano”, cuando me enteré de la terrible noticia. Hasta ahora no lo creo.
Estoy muy agradecido con mi padre por compartir conmigo estas maravillosas amistades. Algunos sobreviven al tiempo. Nos vemos en algún cumpleaños, cerveza y guitarra criolla incluida, cantamos algún bolero de Ledesma, si no están bailando al son de Los Compadres. Pero a pesar de lo mucho que me encanta escuchar estas canciones, no he podido alejarme del rock. Especialmente en estas fechas en que se ensalza el valor de la amistad, he recordado un verso de “Tema de Pototo” de Luis Alberto Spinetta: “La soledad es un amigo que no está, es su palabra que no ves llegar igual”. Tiene razón el flaco: jode cuando un amigo se va.
Ignoro si he logrado retribuirle a mi padre este inmenso e inmerecido favor, presentándole a mis amigos. Porque yo también tengo mi inefable mancha: un bombero atómico, un loco de la guitarra, un doble de Freddie Mercury y hasta un muerto fresco, que ha sobrevivido a una apendicitis. A veces le provocan a mi padre algún inocente enojo por causa de su exceso de ímpetu y sus apariciones nocturnas a la puerta de mi casa, cuando me visitan. Pero al día siguiente nos reímos de lo ocurrido. Algunos ya tenemos hijos. Quién sabe qué le depare el tiempo a esta hermandad, pero creo que la idea es pasarla bien mientras dure el viaje. ¿Tanto así?, me diría uno de mis amigos. Sí, tanto así.
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