Miguel Rodriguez Sosa
Liderazgos en la historia política del Perú
Desde Haya de la Torre hasta Alberto Fujimori
Existe un consenso amplio acerca de que el liderazgo es la capacidad que tiene una persona, de influir, motivar, organizar y llevar a cabo acciones para lograr sus fines y objetivos que involucren a personas y grupos en un marco de valores. En este sentido se puede afirmar que el liderazgo es un potencial y se puede desarrollar de diferentes formas y en situaciones muy distintas unas de otras. Se relaciona de manera muy estrecha con el cambio y con la transformación personal y colectiva. También resulta de una oportunidad para ejercer influencia y motivación en los demás, pudiendo inspirar y transformar a personas y a grupos.
El concepto y la tipología del liderazgo han sido generados desde las teorías de la organización, pero pueden ser –y han sido– perfectamente aplicados al campo político, que distinguía hasta hace un tiempo entre estilos de liderazgo autoritario y liderazgo transaccional; luego se ha llegado a distinguir, en el campo político (Rejai y Phillips. 1997: Leaders and Leadership. An Appraisal of Theory and Research), un liderazgo «subjetivista» y otro «objetivista».
El primero alude a la idea del «gran hombre», para la cual son las características personales y subjetivas del individuo en el papel de autoridad, las que configuran las variables explicativas del liderazgo. Así desde autores como Platón, Maquiavelo; los individualistas del siglo XIX Carlyle y Nietzsche; Weber; los teóricos de la personalidad y los conductistas: Likert y otros.
El segundo alude a la idea de que es el contexto objetivo, la situación, la variable principal que explica el liderazgo del individuo; tal se entiende en autores como Spencer, Marx, y en los situacionalistas, como Evans, Fiedler y otros.
En tiempo más reciente resaltan los esfuerzos por integrar las vertientes subjetivista y objetivista del liderazgo político, centrándose en concebir al líder como un sujeto creador de sentido, una persona dotada de una «visión» que muestra capacidad de conectar y establecer una comunicación no necesariamente verbal con sus seguidores. En este sentido el líder político es la persona capaz de movilizar recursos para satisfacer los deseos de sus seguidores, en escenarios de competición no exentos de conflicto. Esta es una expresión clave del liderazgo en el momento actual.
El aspecto capital de esta concepción de liderazgo es la «visión», que se entiende como una imagen posible de futuro que se manifiesta a través de esperanzas y aspiraciones que son compartidas con los demás, los «otros» que son un colectivo social, en una relación de alteridad, en la que ese bien intangible de la visión expresada en discursos –mensajes organizados– edifica en los «otros» sus propias definiciones de la realidad a futuro. Se trata entonces de un ejercicio de «poder blando» (soft power), influencia, con pretensiones que pueden ser de alcances transaccionales –orientadas hacia cambios menores dentro del mismo escenario político– o de alcances transformacionales –orientadas a cambios sustantivos en la comunidad política–. El tema ha sido abordado por la sociología política (Bordieu. 1988: Espacio social y poder simbólico. Collado et. al. 2016: El liderazgo político en las democracias representativas: propuesta de análisis desde el constructivismo estructuralista).
El desarrollo del concepto de liderazgo político, así planteado, ha conducido a cuestionar las tipologías antes usuales, en las que se puede distinguir tipos de liderazgo autoritario y tipos de liderazgo transaccional.
Entre los primeros figura el liderazgo autocrático o propiamente autoritario: el líder tiene centralizada la autoridad, limitando la participación de los subordinados y tomando las decisiones unilateralmente; además, espera obediencia de sus subordinados y ejerce el poder sobre ellos a través de recompensas y castigos. También el liderazgo burocrático, donde el líder se asegura de que sus subordinados sigan al pie de la letra las reglas marcadas. Asimismo, el liderazgo carismático, en el que el líder inspira a sus subordinados en virtud de dones personales que éstos le atribuyen o le reconocen.
Entre los segundos cuenta el liderazgo democrático o participativo, caracterizado porque el líder tiende a involucrar a los subordinados en la toma de decisiones; los alienta a que participen a la hora de decidir acerca de los procedimientos, objetivos, metas de trabajo, etc. Está también el liderazgo delegado, donde el líder ha sido elegido por el grupo. Comprende el liderazgo conocido como propiamente transaccional, en el que el líder implica en su comportamiento que sus subordinados lo obedezcan, por lo que reciben una retribución premial a cambio del esfuerzo y las tareas que realizan y que son otorgadas por el líder, que puede asignar deméritos a aquellos que no realicen el trabajo de la manera deseada. Además, incluye al liderazgo liberal, cuando el líder ofrece libertad absoluta a la hora de actuar, a los integrantes de la organización, de modo que se mantiene al margen y no interviene; deja a los miembros que trabajen libremente.
En el campo de la sociología política el liderazgo ha superado el enfoque desde las teorías de la organización, disolviendo esas tipologías, o declarando su caducidad. La idea actual del líder político propone la integración del enfoque subjetivista y objetivista, decantando en superar la escisión entre sujeto y contexto, que había limitado los anteriores enfoques. En este sentido, el liderazgo político abandona la diferenciación entre autoritario y democrático, y en su mejor expresión se edifica sobre la base de la idea renovadora del liderazgo identitario.
El liderazgo identitario se distingue y se caracteriza porque comprende la relación dinámica entre tres factores: la notoria y atractiva subjetividad del líder con capacidades de comunicador; la baja violencia simbólica de su mensaje, porque hay escasa coerción implicada en el ejercicio comunicativo desde la autoridad del líder; y la competencia política del líder, esa capacidad de justificar o legitimar, con efectividad, su visión en el discurso dirigido hacia los demás.
Es así que el liderazgo identitario se edifica en el proceso –y por el proceso– de comunicación en el que la figura del líder consigue mediante la expresión de sus cualidades subjetivas, y con el empleo de mensajes de autoridad, la justificación o legitimación social de su visión. En la manera y en la medida que la comunicación de esa visión se realiza a través de un discurso que sintoniza –o empatiza– con las aspiraciones, anhelos o expectativas de un colectivo social.
En ese sentido el liderazgo identitario es un producto de la comunicación exitosa entre el líder y el colectivo social, en la que los integrantes de éste desarrollan sentimientos propios de justificación de la voluntad de hacer de aquél, expresando una capacidad de asociar a sus propios intereses (o anhelos) una parte –cuando menos la que hayan entendido– del mensaje recibido desde la visión del líder. No es, pues, el liderazgo identitario, una manifestación de sumisión social al líder, menos la imposición de éste, ni un embeleso de simpatía con su carisma, sino la manifestación observable y mensurable de la identificación entre la visión del líder y las aspiraciones emergentes del colectivo social desde sus propios intereses.
En la historia política del Perú hay personajes a quienes cabe atribuir rasgos de liderazgo con marcado arraigo popular. Sólo para referirnos al siglo XX hay que mencionar a Víctor Raúl Haya de la Torre, quien personificó en forma notoria una atractiva subjetividad y sus grandes dotes de comunicador, así como su capacidad de justificar o legitimar la visión propia en el discurso dirigido hacia el colectivo social, materializado en el mensaje clave «pan con libertad», pero su discurso político comprendía además la propuesta de una «revolución social» y la apuesta por un poder político en manos de un «frente de trabajadores manuales e intelectuales». Estos mensajes se difundieron en un tiempo –el de los decenios de 1920 a 1940– convulsionado por las revoluciones de raíz marxista y el triunfo de los bolcheviques creando la URSS de la tiranía estalinista, enfrentadas en el escenario mundial a las también revoluciones fascistas, generando el temor expansivo ante la amenaza del cambio social violento, y es por eso que no consiguió morigerar la violencia simbólica de su mensaje. Además, Haya nunca accedió al poder en el gobierno del Estado y el Partido Aprista transitó desde el insurreccionalismo hasta la convivencia política con sus otrora enemigos, sin conseguir poner en práctica la capacidad del hacer que figuraba en la visión del líder.
Juan Velasco Alvarado presentó también un liderazgo con marcado arraigo popular, pero el suyo, que como el de Haya expresó el mensaje de justicia social redistributiva con esa proclama «campesino, el patrón no comerá más de tu pobreza», decantó en una práctica autoritaria de fuertes rasgos tecnocráticos y corporativistas que se iban acentuando durante los nueve años que estuvo al frente del Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada, tiempo en el que ciertamente cambió al país en un experimento que empezó a ser desmontado desde la segunda mitad de 1995. Era el suyo un liderazgo en el que la notoria y atractiva subjetividad del líder con capacidades de comunicador se combinaba con la fuerte violencia simbólica coercitiva de su mensaje, y si bien mostró competencia política en justificar o legitimar su visión en el discurso dirigido hacia el colectivo social, se desgastó irremediablemente ante un creciente rechazo social al autoritarismo.
En el decenio de 1990 aparece en la escena política Alberto Fujimori presentando de manera sorprendente un liderazgo con marcado arraigo social que no manifestaba el perfil de una filosofía o de una ideología política. Era una forma de liderazgo indiferente a la tipología de liderazgos carismáticos, autoritarios, participativos, burocráticos y demás; uno que se remontó además sobre posturas de izquierdas y derechas políticas, y que mostró en hechos una efectividad innegable, en la que destacaba la atractiva subjetividad del líder con capacidades de comunicador, la muy baja violencia simbólica de su mensaje y su capacidad de justificar o legitimar una visión en el discurso dirigido hacia la plural composición social de los peruanos. Fujimori consiguió que su mensaje, inicialmente de «honradez, tecnología y trabajo», y luego sus mensajes verbales y gestuales de resolución enérgica, sintonicen o consigan empatizar con las aspiraciones, anhelos o expectativas de una amplia diversidad en el colectivo social.
Es así que el liderazgo identitario de Fujimori se edifica en el proceso –y por el proceso– de comunicación en el que la figura de autoridad (el líder) consigue mediante la expresión de sus cualidades subjetivas (que incluyen un carisma atribuido de ascenso social por el esfuerzo personal), y con el empleo de mensajes de firmeza, la justificación o legitimación social de su visión a través de un discurso que sintoniza –o empatiza– con las aspiraciones, anhelos o expectativas del colectivo social. No era el suyo un liderazgo erigido sobre una relación asimétrica de imposición (carismática o burocrática, u otra) desde el actor del poder sobre el colectivo social, ni un embeleso de éste con ese actor. Era, más bien, una relación tendiente a la horizontalidad, que generó el fenómeno inédito de la disolución «clasista» del discurso político. Fujimori no envió mensajes de «amigo / enemigo», excepto para quienes eran, realmente, enemigos de la república. No portaba una carga ideológica de derecha o de izquierda y jamás aludió siquiera al resentimiento con pretendida justificación histórica, tan arraigado en actores políticos anteriores y posteriores.
Ha sido el suyo un liderazgo que no se posicionaba como liberal, conservador, redistributivo, ni se basaba en una trayectoria política, como la que adornó la figura de Fernando Belaunde. Hacía pensar en la expresión de Napoleón Bonaparte: «Un líder es un repartidor de esperanza».
Se puede alegar –y con razón– que el de Fujimori era un «liderazgo pragmático» aludiendo a su falta de anclaje en un ideario político formalizado. Es cierto que, como gobernante, actuaba resolviendo los problemas que se presentaban: liquidar la hiperinflación, reinsertar al Perú en el sistema internacional, cancelar el estatismo, derrotar a la subversión armada, resolver el pendiente fronterizo con Ecuador, entre otros. Pero era, sobre todo, un liderazgo ajeno a esquemas ideológicos, sensible a los anhelos del emprendimiento popular y a la superación del centralismo capitalino –es ésta la razón de su enraizado recuerdo en la memoria popular–. Sin embargo, el análisis de su liderazgo deja planteada la cuestión de si estaba desarrollando una «visión de país» más allá de la solución de los problemas del presente.
La cuestión sigue abierta en cuanto se refiere al liderazgo como potencial que remonta la capacidad de gestión compositiva, esa que distinguía a Fujimori. Porque el liderazgo identitario afincado en la capacidad de gestión, el «saber hacer», alcanza límites infranqueables si suma desdén por la institucionalidad política que solamente puede consolidarse con una partidocracia renovada y competitiva que acepta la alternancia en el ejercicio del poder, y que, sin lugar a dudas, está a la base de una democracia moderna y consolidada.
(Este texto desarrolla ideas expuestas en mi libro La otra memoria. 2023)
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