Elizabeth Zea Marquina
LA RENTABILIDAD DE SER CORRUPTO
Se debe hacer una proyección de los costos que genera al país
El caso Lava Jato ha remecido a la sociedad peruana. Nunca antes se había visto ese nivel de corrupción —que vincula a países e involucra a las más altas esferas del poder— que hoy nos tiene a la expectativa de lo que pasará finalmente. Le robaron al Estado con arte y maña, y los responsables deben caer. Y entonces la ciudadanía ya comienza a pedir que rueden las cabezas de los ex jefes de Estado y de sus funcionarios. Queremos que los corruptos sientan miedo, que le teman a la justicia peruana; pero creo que lo último que genera la justicia es temor a cualquiera que caiga en sus pasillos.
Si bien es cierto, la corrupción tiene una mayor incidencia en el sector público, nosotros no somos ajenos a situaciones cotidianas que nos hacen propensos a la corrupción: cuando le reconocemos “algo” al policía en proporción a la multa que nos pondría por pasarnos la luz roja, la “propina” al secretario para que acelere nuestro expediente, cuando pedimos factura hasta por un pollo a la brasa, etc. Oportunidades en las que buscamos mil justificaciones de por qué, en ciertos casos, si se puede “tolerar” la corrupción.
Además, el escenario legal y judicial resulta muy rentable a la corrupción. Solo se necesitan autoridades lerdas y amantes de la tramitología burocrática, apegadas siempre a favorecer el debido proceso para los corruptos, en vez de valorar el impacto económico y social que la corrupción genera porque no se toman medidas drásticas. Y es que uno de los pilares de la rentabilidad de ser corrupto en el Perú es la poca capacidad que tienen nuestras autoridades para darse cuenta de que la corrupción es un delito que viabiliza y enmascara otros delitos de similar o de mayor gravedad, como la trata de personas y el narcotráfico, cuyos procesos exigen una mejor y justa ponderación de derechos como la vida, la libertad y la salud.
En estos momentos, cuánta documentación se estará manipulando u ocultando respecto al caso Odebrecht, cuántos desvíos de fondos se estarán realizando, cuántos testaferros estarán apareciendo. Y entonces podemos decir que un segundo fundamento de rentabilidad de los actos de corrupción es la ausente celeridad en las investigaciones preliminares, que da un amplio margen de movimiento al ocultamiento de bienes o documentos financieros con valor probatorio y un margen de escape a los presuntos involucrados. Sin denuncia formal no puede haber medidas restrictivas de la libertad.
Los últimos decretos legislativos contra la corrupción se dieron bajo el marco jurídico de las Convenciones contra la Corrupción de Naciones Unidas y del Sistema Interamericano que prácticamente nos habla de la necesidad de un Sistema Nacional Anticorrupción. Como la corrupción socava instituciones públicas y vulnera derechos humanos, la efectividad en las acciones contra la corrupción debe estar garantizada por una articulación de mecanismos a nivel policial, judicial y de la procuraduría. Si bien es cierto que los decretos legislativos desarrollan figuras útiles e interesantes, como la muerte civil para los funcionarios públicos, la pregunta sigue siendo ¿y qué pasará con los que están trabajando sin sentencia consentida y están aún en proceso? ¿Acaso se antepone su derecho al trabajo y al debido proceso?
La corrupción merece penas muy severas, procesos rápidos y un margen de garantías indemnizatorias a favor del Estado y los ciudadanos que no solo reflejen el perjuicio sufrido, sino también las ganancias que le generaron al corrupto. Se debe exigir la devolución del total de esas ganancias, más los gastos que le originan al Estado peruano todas las acciones de represión de dicha conducta. Para tal fin los fiscales y jueces deben estar capacitados para medir el impacto real del delito y hacer una proyección en el tiempo de los costos que este genera. La corrupción debe dejar de ser un delito rentable.
Por Elizabeth Zea Marquina
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