Darío Enríquez
La palabra de una “ciudadana de a pie”
Interesante mensaje que compartimos con ustedes
Como producto de la interacción con los lectores, cada semana recibo muchos mensajes de diverso tipo: unos expresando acuerdo con las ideas que expreso, otros criticándolas o matizándolas; en fin, un tercer grupo reaccionando en forma furibunda, desplegando una violencia verbal absurda y condenable. Sin embargo, el mayor castigo para el lumpen-ciberflautismo es la indiferencia.
Felizmente, la mayor parte de lectores que se toman el tiempo para interactuar con quienes publicamos artículos de opinión hace aporte interesantes, inteligentes y alturados. Es el caso que hoy quiero traer aquí. Es un comentario extenso que llegó a mi buzón privado y que, contando con la autorización de su autora —quien pidió mantenerse en el anonimato— compartimos aquí con ustedes, amables lectores. Es una respuesta al llamado y crítica que he hecho en todo momento a la actitud esquiva, cuando no ausente o indiferente, de ciertos ciudadanos frente a los vaivenes de la película:
Efectivamente, la gente común está más preocupada en que debe ir a trabajar porque tiene que comer. Tiene su tiempo ocupado y no está para perder tiempo en marchas o protestas. En el artículo se nos señala a “todos” como si estuviéramos “dormidos” o quisiéramos mirar hacia otro lado, pero es porque los políticos nunca han hecho nada por el pueblo y se han llenado siempre los bolsillos. Tampoco se va a poder satisfacer a todos ya que cuando alguno asume el cargo siempre va a tratar de beneficiar a su entorno.
Ahora ni Fujimori (en su momento) ni Keiko (en el futuro) son, han sido o serán la solución. Todos tienen rabo de paja. Por eso me parece absurdo defender a uno u a otro. Se trata de defender la democracia. Ahora bien, ¿quiénes son los llamados a defenderla? He ahí el tema. Siempre habrá gente que cree tener la verdad y las armas para combatir, pero no somos todos. Es como en las empresas: hay obreros, jefes y líderes. No todos tenemos las mismas habilidades, sino que se complementan. Es muy difícil ponerse todos de acuerdo. Imaginemos un país.
No se nos puede acusar a todos de no hacer nada porque vivimos en una democracia y cada uno es libre de decidir qué hace. Lo que se nos debería exigir, alentar, promover o inculcar son buenas costumbres, que cada uno haga lo que le corresponde, desde lo más mínimo: saludar, no ofender a la gente, tener limpia tu cuadra, respetar las normas, etc. ¿Es difícil? Sí, porque no pensamos igual y no fuimos criados ni educados igual. ¿Es difícil que todo un país se ponga de acuerdo? También. ¿Entonces, qué es lo que deberíamos hacer? ¿A ti como persona, al final de tus días, qué te gustaría hacer? ¿No es vivir tranquilo? ¿Para qué buscarse pleitos ajenos? Mejor seguir haciendo pequeñas acciones que marquen a la gente y te hagan sentirte bien, continuando en este camino de la vida. No es que no haga nada, digamos que algunos somos pacifistas ¿Es utópico? Sí, igual de utópico es creer que uno levantando la voz y haciendo marchas puede cambiar el mundo. ¡Así estamos y seguiremos estando, aquí o en la China!”
Aunque esté de acuerdo con buena parte del mensaje de esta lectora, debo precisar que lo central aquí es que no se trata de pleitos ajenos, sino propios. Nos compete a todos. Si bien es cierto que en democracia hay libertad de implicación y debemos respetarla, también es cierto que si no se propicia un mayor grado de compromiso y participación, esa libertad será pulverizada por un autoritarismo plebiscitario, basado no en el voto mayoritario sino en la indiferencia que facilita la emergencia de una falsa mayoría.
Sin embargo, es cierto también que reducir el ruido y la altisonancia de la discusión es responsabilidad de todos. En especial de quienes detentan una autoridad encargada por el pueblo soberano. También de los medios de comunicación, hoy hiperconcentrados, ultraparametrados y “archi-teleprompteados”, según las consignas e intereses de lo que, ya en toda forma, podríamos denominar “nueva oligarquía”, fuertemente mediática por añadidura. Y como pocas veces en nuestra historia, entremezclada intensamente con instancias de Gobierno. Una funesta combinación.
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