Eduardo Zapata
La escuela de espaldas al sentido
¿Queremos que todos piensen como la autoritas lo desea?
Refiriéndose a nuestro inicial encuentro con la escuela, el maestro Luis Jaime Cisneros dijo: “Un día nos enseñaron a decir ´sustantivo´ y por más que en el libro gordo estaba escrita la explicación, no comprendimos por qué nunca pudimos verlo aquí, dentro de nuestra cabeza, como siempre había ocurrido cuando decíamos ´gallina´, ´cucharita´, ´plátano´ o ´tío Nicolás´. Y algo mucho más grave, realmente desolador y que teníamos que aceptarlo y repetirlo hasta corearlo con entusiasmo y alegría: nos porfiaban que ´conejo´ también era eso que acabábamos de aprender a llamar sustantivo.”.
Tal vez por el hecho de que nuestra escritura es fonética –donde una letra, en principio, trata de representar un sonido- creímos ingenuamente que “A” era siempre “A”. Y no nos percatamos de que el simple hecho de aceptar algo y “repetirlo hasta corearlo con entusiasmo” no siempre constituye una verdad.
Porque –digámoslo claramente- el aprendizaje de la lengua materna implica un tipo de operaciones mentales diferentes a aquellas exigidas por la lengua escrita. Gnosis y modos de pensar distintos. Y de nada valdría negar eso con el recurso a la supuesta objetividad de la escritura fonética. Entre otras cosas, hoy tenemos letras en búsqueda de sonidos, como la “h”, y sonidos en busca de grafías, como ´xq´.
Pero con la misma perseverancia con la que hemos cometido el error de confundir que palabra hablada y palabra escrita activan los mismos mecanismos mentales –y tal vez por aquello de que el texto escrito lo solemos asumir como sagrado- hemos supuesto que leer y escribir también son producto de un solo tipo de operación mental. De hecho lo que antes se distinguía como lectura y escritura hoy lo denominamos ligeramente como lectoescritura.
Y así hemos privilegiado ni siquiera la lectura –sensu stricto producción de sentido- sino la hemos convertido en planes, estrategias o pruebas de comprensión lectora. Inhibiendo, de paso, el ejercicio libre de la escritura que –bien entendido- supone saber leer mientras se escribe. Daría la impresión de que seguimos prefiriendo al lector consumidor de signos con sentido producidos por terceros frente al lector prosumidor, que produce sentido cuando lee y –esencialmente- cuando escribe.
El niño aquel del que nos hablaba Cisneros al principio-llegado a este punto- seguramente tendría que aceptar, repetir y hasta corear con entusiasmo los errores cometidos por temor a la sanción escolar. Solo que a una edad donde el sentido se ha hecho carne en él y lo pone en condiciones de distinguir. Por más que la escuela pretenda imponerle el sinsentido.
Peter Sloterdijk, filósofo y profesor de la Academia de Artes Plásticas de Viena, nos advertía no hace mucho: “…el humanista deja primero que le den al hombre para después aplicarle sus métodos domesticadores, adiestradores, educadores, convencido como está de la necesaria relación entre leer, estar sentado y apaciguarse”. Y añadía: “… pleno poder para imponer a la juventud los clásicos obligatorios y para declarar la validez universal de las lecturas nacionales”. Conversión de los seres humanos en un parque temático.
Tenemos entre nosotros ahora planes lectores, estrategias de lectura y multiplicidad de pruebas de comprensión lectora. ¿En tiempos de sociedades abiertas y de prosumidores acelerados por la electronalidad –donde el joven escribe cada vez más- queremos que todos piensen como la autoritas lo desea; o queremos estudiantes libres, capaces de consumir y producir sentido?
Está en juego la educación para la democracia o para sus amenazas o recortes. ¿No será coincidencia que hoy se hable de leyes referidas a la libertad de expresión?
Por Eduardo Zapata
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