Arturo Valverde
La elocuencia y sabiduría de Pericles
La parábola de los dos perros
Probablemente he contado esto antes. De ser así, amplío este relato con algunas referencias históricas. Dice así:
Una tarde Pericles convocó a los habitantes de Atenas y les dijo, más o menos, esto: “Pueblo de Atenas, los he reunido para mostrarles estos dos perros”. La gente se quedó mirando a los canes, intrigados. “Como ven, apenas son cachorros, por tanto he decidido que uno de los dos viva conmigo en el palacio y el otro será entregado a un cazador para que lo críe”. Pericles se acerca al cazador y le entrega el animal. Y antes de despedirse, dice a todos que volverán a encontrarse dentro de unos años.
Pericles era un hombre con grandes talentos y, a decir del profesor y presbítero Drioux –en la página 207-208 de su obra Compendio de la historia antigua o historia de todos los pueblos de la antigüedad hasta la venida de nuestro señor Jesucristo, en su tercera edición, Paris, 1863–: “Seguramente los atenienses cometían una nueva falta y una nueva injusticia. Pero el suelo de Ática era tan fértil en hombres ilustres, que en aquel tiempo no hubo en su historia interregno para el genio. Después de Milciades florecieron al mismo tiempo Aristides y Temístocles; después de estos Cimon, y luego Pericles, que fue el primer hombre que dio su nombre al siglo en que vivió. Ambicionaba el poder soberano tanto como Pisístrato, y tenía la misma fisonomía, elocuencia y metal de voz que él; pero se esmeraba en ocultar a todo el mundo esta semejanza. Sabiendo lo mucho que puede un orador en una ciudad como Atenas, cultivó la oratoria desde sus más tiernos años, si bien disimulando con el mayor cuidado el secreto objeto de su ambición. Después de haber estudiado con los mejores maestros, llegó a ser el hombre más elocuente de su tiempo y adquirió tanta destreza y habilidad para replicar y defenderse, que uno de sus adversarios decía: Cuando le he echado a tierra y le tengo debajo de mí, exclama que no está vencido, y lo hace creer así a todo el mundo”.
Al cumplirse el tiempo previsto por Pericles, el gobernante ateniense volvió a reunir al pueblo de Atenas, y les dijo: “Pueblo de Atenas, los he reunido nuevamente para darles hoy una lección. De inmediato, Pericles ordenó que le trajeran el perro que había entregado al cazador. El humilde hombre estaba muy encariñado con el animal. Todos los días se adentraba en el bosque junto con el can para trabajar. El hombre entregó el perro a Pericles y este lo puso en una jaula. A su lado, en otra jaula, aguardaba el perro que había crecido en el palacio, rodeado de comodidades. De pie frente a su pueblo, Pericles les dijo enseguida: “ahora voy a colocar un plato de comida frente a cada uno de estos perros, y observaremos su desenlace”.
El antiguo profesor de historia y de reforma en el seminario de Langres, y miembro de la Sociedad literaria de la Universidad Católica de Lovania, en la página 212 de la obra mencionada que referimos, explica que Pericles “no tenía el título de rey, pero ejercía todo el poder de tal, porque disponía de las rentas, de los ejércitos y de las flotas. En nombre de Atenas hacía alianzas con los príncipes y cultivaba la amistad de los soberanos. Habiendo llegado de este modo al poder supremo, cambió enteramente de carácter. Ya no tenía la misma dulzura para con el pueblo, ni se apresuraba tanto a satisfacer sus deseos. Apretó los resortes del gobierno que antes se hallaban muy flojos y debilitados, y sustituyó al principio democrático, que había sido la causa de su elevación, una especie de aristocracia muy rígida y severa. Pero lo que hace su elogio es que, a imitación de Pisístrato, pareció que no buscaba en todo más que el bien público. Inaccesible al amor de las riquezas, sobrio y templado, obraba siempre con prudencia; y aunque excitaba en el corazón de los atenienses el más vivo amor a la gloria, supo reprimir todos los excesos a que esta pasión podía arrastrarles. Y así muchas veces manifestaron en su presencia deseos de reconquistar el Egipto y atacar las provincias marítimas del rey de Persia, o de subyugar la Etruria y Cartago; pero él siempre trató de desvanecer tan locas pretensiones, persuadido, como lo estaba, de que Atenas tenía ya bastante que hacer para contener a los Lacedemonios y conservar su preponderancia en Grecia”.
Pericles abrió las jaulas y lo que se vio enseguida fue al perro de cazador corriendo hacia su apetitosa presa. Al contrario, el otro perro, que había crecido en el palacio, seguía dentro de su jaula esperando, como estaba acostumbrado, a que alguien le alcanzara el plato con comida. Entonces Pericles le dijo al pueblo ateniense: “Querido pueblo, como pueden apreciar este perro que ha crecido en un palacio se ha quedado detrás de sus barrotes esperando que alguien lo alimente, pero este otro perro, que se levanta temprano para irse con el cazador a conseguir su alimento, ha corrido detrás de su presa sabiendo que si no lo hace, moriría de hambre”.
Los hombres y mujeres escuchaban atentos al elocuente Pericles, admirando como el perro del cazador terminaba su comida, y agregó: “Pueblo de Atenas, este tipo de ciudadanos son los que necesita un pueblo para alcanzar su desarrollo; hombres y mujeres forjados en el trabajo, el sacrificio y la constancia”. Todos se quedaron sorprendidos por la enorme lección que el orador había compartido con ellos.
Pericles murió, al parecer, por causa de la peste que azotó la ciudad de Atenas. La plaga habría provenido de Etiopía, siguió su paso por Egipto y Libia, y llegó a Pireo en un buque mercante, cobrando la vida de más de cinco mil hombres, según se conoce por los viajes del joven Anacarsis.
A propósito de la muerte de Pericles, el profesor y presbítero Dioux, dice: “Pericles murió también. Cuando estaba por expirar, los principales ciudadanos de Atenas y sus amigos que no habían sucumbido al contagio, estaban hablando de sus virtudes, del mucho poder que ejerció durante su vida, y creyendo que había ya perdido el sentido y que no les oía, referían sus bellas acciones, enumeraban todas sus victorias, y recordaban los trofeos que había erigido como general. Pero de repente se levantó, y haciendo un esfuerzo les dijo: Todas estas hazañas son obra de la fortuna, que puede reclamar su parte de gloria, y hay otros generales que también las han hecho. Lo más grande y glorioso que hay en mi vida es que no he hecho vestir de luto a ningún ateniense. Estas bellas palabras fueron las últimas que pronunció tan grande hombre”.
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