Octavio Vinces

Horripilante Brasil

Horripilante Brasil
Octavio Vinces
15 de julio del 2014

Sorprendentes similitudes entre el fútbol y la política brasileños

Finalizada la pesadilla que significó el partido contra Alemania, en las semifinales del último Mundial de fútbol, las lágrimas del brasileño David Luiz eran una imagen contrastante con el canto atronador de su himno nacional por los hinchas locales, minutos antes del pitazo inicial. Cantar su himno de ese modo, a viva voz y junto con su público, se había convertido en una constante en las presentaciones del equipo anfitrión. Una práctica que parecía conjugar la fuerza y el patriotismo de un país identificado con su selección, pero que también podía servir de estrategia de amedrentamiento contra el equipo rival, que de esa manera experimentaba el aplastante peso de la hinchada, como sucedió con el desconcertado equipo español en la final de la Copa Confederaciones de 2013.

Más allá de la mística implícita que hay en esto, también puede encontrarse un toque nada sutil de prepotencia. Algo bastante alejado de la imagen mágica, amable y bucólica que tradicionalmente Brasil ha sabido transmitir al resto del planeta. Para quienes hayan tenido la suerte de disfrutar del juego de la selección brasileña de fútbol dirigida por Telê Santana en la Copa del Mundo de España 1982, tiene que haber sido extremadamente difícil no rememorarla con congoja ante las recientes actuaciones del equipo anfitrión del Mundial apenas finalizado. La nostalgia está plenamente justificada: Zico, Sócrates, Falcao, Eder, Toninho Cerezo y Junior —por nombrar sólo algunos de los miembros más destacados de aquel «Scratch» legendario— conformaban un conjunto de nivel excepcional, capaz de combinar el juego más técnico y estético con una poderosa efectividad frente a la portería rival. Es cierto que aquel equipo de ensueño fue eliminado por la pragmática selección italiana de Enzo Bearzot, y que no alcanzó las semifinales del torneo, como sí lo hizo este Brasil de 2014, pero eso debería importar poco a los amantes del buen fútbol.

Haciendo la comparación, la actual selección brasileña puede hacer llorar, pues se trata de un equipo brutal, en el que la primacía del poderío físico ensombrece casi toda habilidad y fantasía, y una cierta vocación por el fingimiento y las actitudes abusivas parece desmentir el prestigio bien ganado por generaciones anteriores de futbolistas brasileños.

Pero el equipo de Felipe Scolari también puede despertar alguna sonrisa irónica, acaso porque es la metáfora perfecta del Brasil contemporáneo. Ese Brasil que no toma posiciones dentro de la región, más allá de la promoción de los intereses de un empresariado ávido de contratos públicos, y cuya injerencia en los asuntos de otros países no es disimulada. Una potencia imperialista con todas las de la ley, por la que la izquierda latinoamericana —comenzando por el chavismo—parece experimentar una irrefrenable fijación afectiva, como si el acompañamiento de semejante gigante económico le brindara un hálito de legitimación a sus proyectos hegemónicos. Un gigante económico que también puede ser calificado como «enano diplomático», según afirmó alguna vez un ex canciller mexicano.

La palabra «sobrevaloración» viene a cuento. Esta es la imagen de Brasil que ha construido el contubernio del Partido de los Trabajadores con un empresariado mercantilista y corrupto, no nos equivoquemos. Que no se nos olvide nunca el «Scratch» de 1982, representación del Brasil más mágico y amable.

Por Octavio Vinces

Octavio Vinces
15 de julio del 2014

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