Martin Santivañez
Etsi Deus non daretur
Sobre el Estado, la religión y el espíritu anticlerical que se vive en el Perú
El clima anticlerical que vive el Perú no es producto, como algunos piensan, de la postura rebelde de la ex PUCP. La rebelión de Pando es un síntoma más de la profunda crisis moral que padece el país. La crisis se manifiesta en todos los niveles. Desde la educación hasta la política, pasando por la economía, los medios de comunicación y el propio periodismo. El Perú no padecía una ola anticlerical de esta magnitud desde hace tiempo, probablemente desde que el liberal-reformismo del novecientos dio paso a la progresía auroral de la generación del centenario. Con todo, la persecución ideológica y política nunca ha sido ajena a la Iglesia, por el contrario, la fortalece, ya que permite definir la distancia patente entre la verdad y el error.
El afán cientifista del positivismo se ha prolongado hasta nuestros días en esa concepción ingenua que sostiene la necesidad de construir una especie de Estado neutro que permanezca impasible ante el fenómeno religioso. Esta hipótesis ha demostrado, a lo largo de la historia, su adscripción al relativismo, porque pretende colocar en un plano de igualdad a la verdad y al error. Las religiones, como las ideologías, responden a nociones sobre el absoluto. En un cosmos político oscurecido por la confusión, tenemos que regresar a la primaria distinción entre lo cierto y lo erróneo. Esto, en el plano de la política y del rol del Estado es fundamental. No nos engañemos. Una verdad genera consecuencias políticas muy distintas a las que nacen del error.
Que vivimos en un siglo en el que la persecución al cristianismo ha retornado es algo que cualquier análisis imparcial es capaz de reconocer. Los cristianos son, como decía Chesterton, doctores en realidad, expertos en realidad. El cristianismo es la religión de lo factual y el hecho cierto es que el Estado laico, tal y como lo conciben sus teóricos, no es un instrumento neutro que camina de puntillas sobre todas las ideas. Muy por el contrario, el Estado de los laicistas es un Leviatán interventor, un agente anticristiano, el engendro de una ideología voluntarista que promueve el relativismo legal (las leyes son independientes de la moral), el relativismo político (es corrupto pero hace obra), el relativismo social (todo vale si me da placer) y el relativismo económico (solo el capital nos salvará). Tal Estado confunde verdad y error y apuesta por la apariencia bajo el ropaje democrático.
Orígenes llamaba a estos organismos “Estados escitas”, Estados hipócritas en los que, mientras se proclama la imparcialidad republicana, se instaura la cosificación del ser humano y la degradación de la confianza. Hacer política en estos Estados es un arte complejo y heroico, pero absolutamente necesario. Ofrecer un testimonio claro de cristianismo en medio de esta realidad es el gran reto de nuestro tiempo, pero tampoco nos victimicemos al estilo caviar, total, siempre ha sido así. La Iglesia, los tiempos de la Iglesia, son siempre tiempos de contradicción.
En este contexto, el laicismo positivo sostiene que las religiones pueden aportar a la vida en común, siendo necesarias para la esfera pública ya que fortalecen la convivencia democrática y sirven de fundamento a las instituciones de la vida social. No hay cabida, entonces, para el laicismo negativo y no se pretende construir la sociedad como si Dios no existiera, etsi Deus non daretur. No se opone a la idea de Dios, a la realidad de Dios. Es más, considera, y asume como premisa, que la idea de Dios es positiva para la construcción política, para las relaciones de confianza interpersonales, para el fortalecimiento de las instituciones. La confianza, entonces, estaría relacionada con la religión.
Por Martín Santiváñez Vivanco
(19 Set 2014)
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