Juan C. Valdivia Cano
El mayor enemigo de la educación (IV)
Hay que superar el modelo educativo de autoridad vertical
Asumir “la verdad” del profesor por “razones” de autoridad, es decir, por creer que el profesor es propietario de la verdad y no hay nada que discutir, es grave para la marcha de la sociedad en general porque supone una desventaja mental enorme. A la autoridad se le debe obediencia y no crítica, lo insinúan o lo dicen. La crítica es falta de respeto a la autoridad según esta perspectiva. Se entenderá por qué esos paradigmas gestan un tipo de educación que termina siendo, básicamente, un ejercicio mecánico en el cual el razonamiento propio, la capacidad de cuestionamiento y la creatividad, no tienen mucho sentido o razón de ser; más bien son disfuncionales a ese modelo escolástico.
Allí no es necesario aprender a pensar y por eso no se enseña a pensar, y como no se activan las facultades razonadoras y críticas, no se desarrollan y, en consecuencia, se anquilosan. Hipótesis: con una mayoría de mentes anquilosadas, acríticas y dogmatizadas no se puede salir del subdesarrollo educativo, o del subdesarrollo a secas. Eso incide en la investigación. Pocos podrán elaborar, por ejemplo, un marco teórico, por lo que ello supone: cosmovisión autoconsciente y mínimamente sistematizada, concepción jurídica propia y problema específico, todo en uno, sin compartimentos estancos, sin solución de continuidad. Para todo esto hay que haber aprendido a reflexionar y alguien tiene que enseñarlo.
Si los profesores tienen la verdad, ¿para qué la crítica? Pero sin crítica no hay investigación ni desarrollo sino más anquilosamiento. En el modelo escolástico peruano, como dijimos, no se trata ni de enseñar ni de aprender a pensar, porque eso no es un objetivo ni un ideal en la visión educativa tradicionalista. Esa visión, insistimos, es antitética a los valores modernos: la dignidad especialmente, que es autonomía mental, ante todo. La visión incompatible se funda en el respeto y obediencia acrítica a la autoridad de Dios, del Papa, de sus representantes y demás autoridades políticas, domésticas, pedagógicas y psicológicas, como es tradicional hasta hoy en el Perú. Se nota que no hemos tenido Reforma, como buenos “hijos de la Contrarreforma”.
Y como la educación escolástica no educa en el planteamiento crítico de problemas, sino al contrario, en la aceptación acrítica de verdades sagradas, se estanca el desarrollo del espíritu subversivo y renovador, que es decisivo en la formación de un joven o un profesional, si es que un profesional es algo más que un individuo con título a nombre de la nación. Si no se confunde espíritu subversivo con terrorismo y examen radical con extremismo político, con los que nada tiene que ver.
Los terroristas, por lo demás, son los analistas menos radicales y más superficiales que hay en el mundo, si es que “ser radical es llegar a la raíz, y la raíz para el hombre es el hombre mismo”, como decía el joven Marx, que jamás practicó el terrorismo. Nada avanza, nada progresa, nada cambia sin ese espíritu subversivo y radical que no es ni extremista ni terrorista en sentido político, sino renovador: destruye para crear. No mata por resentimiento.
La escolástica confunde un asunto ético con un asunto de poder. Se dirá que eso ya cambió o está cambiando. Ese cambio es un espejismo, porque lo que ha ocurrido es simplemente que se erradicó el látigo o la palmeta, pero todo ese bagaje se ha interiorizado, se ha hecho subconsciente y está tan vivo como antes de la Independencia, mal oculto en una mascarilla de modernidad más verbal que real, más marquetera que sincera. La escolástica adopta posturas modernas y trabaja, cuando tiene los medios para adquirirlo, con material tecnológico moderno, pero eso no la hace moderna a ella misma. Es una cuestión de espíritu, no de tecnología. Y la educación no se modernizará sino cambia el espíritu escolástico, pre moderno, con sus usos y prácticas. Pero para eso hay que asumir otros valores y para eso hay que dejar los viejos: he ahí el problema.
La educación es una actividad que, desde la Ilustración por lo menos, se basa en el principio de emancipación mental y ya no en el de autoridad. Eso coincide perfectamente con las necesidades de un Estado democrático auténtico. Buena educación o educación de calidad y educación libre son inseparables. Al respecto, coincido con esta idea de Lichtenberg, dura pero acertada, en mi opinión: “Todos los males del mundo se deben a la irreflexiva veneración de viejas leyes, viejas costumbres, viejas religiones” (Aforismos, F.C.E. México, 1989). No la “religión” sino la “irreflexiva veneración” es lo que impide una buena educación moderna. La “irreflexiva veneración” es producto de un tipo o concepción educativa, de cierto saber y, en consecuencia, de cierto poder.
En la educación, los métodos de enseñanza y de investigación no pueden basarse en la obligación, en la memoria, en la aceptación irreflexiva, o en el temor. Sería contradecir el espíritu de la investigación, que de Galileo, Copérnico y Kepler a Hawking o Einstein, es el de la educación moderna misma: el espíritu de la libertad. Si no se tiene la capacidad de persuadir al estudiante por la claridad de los argumentos, o por el ejemplo estimulante, no es ninguna salida el obligarlo a hacer por la fuerza y bajo amenaza, algo cuya finalidad el estudiante entiende poco o nada (escribo desde la región y también desde una perspectiva regional que espero no sea provinciana).
Hay que sustituir definitivamente el modelo vertical del dueño oficial de la verdad, el del magíster dixit medieval, por una recuperación de la mayéutica socrática en la que el profesor-partera no cumple un rol de padre, de jefe o pastor, sino de tentador, de incitador, de cuestionador, de promotor, de asesor y amigo, (universitas magistrorum et discipulorum). Pero para eso hay que hacer la genealogía de ese dogmatismo autoritario, de ese memorismo, de ese modus escolásticus del que también se ocupó Lichtenberg: “El ajedrez, la filosofía escolástica, incluso el Talmud son buenos en su aspecto formal, pero su contenido no sirve de mucho; se ejercitan las fuerzas, pero lo que de ahí se aprende carece de valor”.
Pero además, hay que tener en cuenta que aquí, entre nosotros, ni siquiera hubo filosofía escolástica, salvo para alguna elite. Lo que hubo y hay es catecismo, adoctrinamiento, vulgarización, muy distintos de una educación religiosa de calidad, que también es y ha sido posible siempre. Educar para lograr que el estudiante adquiera autonomía e independencia, ayudar a liberar su conciencia y a construirse una opinión y un estilo propio. ¿Esto es compatible con la educación tradicional basada en valores tradicionales, como el respeto y obediencia irracional a la autoridad internalizado en el colectivo?.
Y de ahí que cuando la autoridad no está presente para vigilar y castigar, todo el mundo se pone a pecar. Los intentos reformistas conciliadores terminan por eso en un contubernio, que es la enfermedad educativa misma. La inconsistencia teórica y la inconsecuencia práctica son inevitables en este escenario educativo y la consiguiente desmoralización general, la abulia. La educación sólo puede partir de la propia transformación y desarrollo y el de las propias fuerzas y necesidades.
En la escuela está bien que se ayude en la adecuación del estudiante a la vida social, la socialización, pero la universidad debería promover el desarrollo de la persona singular, las aventuras espirituales, los espíritus libres. La sociedad y el Estado están al servicio de la persona y su dignidad, ¿no lo dice la Constitución en su artículo uno? La escolástica es una manera de entender y practicar la educación profundamente arraigada en la mentalidad de la mayoría de instituciones educativas peruanas y asumida sin mucha conciencia, por tradición, por inercia, sin reflexión crítica; no desapareció con la Independencia. ¿Cómo podría desaparecer? De la escolástica solo se salvan algunas pocas universidades y colegios que constituyen más bien excepciones que confirman la regla y que generalmente están fuera del alcance de la mayoría estudiantil y casi todos situados en la capital.
La decadencia española no podía dejar de afectarnos cuando éramos parte del Imperio español (es decir cuando éramos españoles y no sólo hispanos como ahora). A pesar de la Independencia mantenemos la mentalidad, los paradigmas, los valores prerrepublicanos, la tradición educativa: la escolástica. Esa concepción educativa se difunde a través de un proceso de vulgarización, de simplificación, de reducción. Ese paradigma educativo hace tiempo que ya no da más y hoy está en su peor momento, asociado a la burocratización, a la dogmatización ideológico sindical y a la corrupción; sin embargo sigue rigiendo nuestra educación mayoritaria. Ni siquiera los intelectuales vinculados a la educación mencionan este aspecto paradigmático. Salvo error u omisión. En las regiones es clamoroso.
En su momento culminante, la escolástica supone una grandiosa experiencia del espíritu dentro de la cultura occidental. Santo Tomas de Aquino, Duns Scotto, Guillermo de Ockham, Abelardo, entre otros representan el momento más alto del papel cultural de la Iglesia Católica. Visión medieval por excelencia, hoy la escolástica, último residuo de esa grandísima visión, es incompatible con la pedagogía que se pretende moderna o democrática.
Aferrada a ideas eternas, absolutas y objetivas, a infalibilidades papales por decreto, a obediencia a la autoridad sin dudas ni murmuraciones, ya no tiene más función que la de retardar el desarrollo social en su núcleo ideológico esencial: bloquea la capacidad crítica de los niños y jóvenes en el mundo académico, donde precisamente la crítica es condición sine qua non para la investigación. Por eso la investigación en el Perú es excepcional y, en las regiones, exigua y de poca calidad. Educación es incompatible con adoctrinamiento
Con el Renacimiento, esa concepción educativa pre moderna entra en crisis (en Europa) y “coincide” con la época en que la Iglesia —vía Contrarreforma— asume decididamente una función defensiva y reactiva frente a la modernidad, que se mantiene hasta hoy. La experiencia de Galileo frente al Vaticano es un hito que ahorra muchas explicaciones, especialmente cuando esa experiencia ha sido hecha arte de manera excelsa en la obra de Brecht sobre el físico genial que (en buena hora) se retractó para salvar el pellejo.
El problema para las mayorías hispanoamericanas es que, como se dijo, nos llega un cierto tipo de escolástica, menos vinculada a una buena educación religiosa, que a una vulgata basada en dogmas que hay que aceptar por aplicación del “principio de autoridad” y por vía catequística, legitimadora del estado de cosas peruano (la autoridad no es un principio, sino un poder de hecho y/o de derecho). Cuando eso se internaliza ya no se requiere ni de la presencia del cura, ni de la Iglesia, como les pasó a los protestantes que internalizaron la idea de autoridad. Hay que hacer excepción de la ilustrada educación de algunos personajes hispano criollos en el virreinato, como Pablo de Olavide, Hipólito Unanue, José Baquíjano y Carrillo, Lorenzo de Vidaurre, por ejemplo, pero no muchos más.
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