Dante Bobadilla

El cuento del Estado laico

El cuento del Estado laico
Dante Bobadilla
01 de septiembre del 2016

Formalmente el Estado peruano no es laico, sino casi eclesiástico

La gente se equivoca al afirmar que tenemos un Estado laico. Periodistas y columnistas lo repiten constantemente como si dijeran una gran verdad, pero es falso. No sé de dónde sacaron ese cuento, que de tanto repetirlo hay quienes viven ya con esa fantasía. En un sentido lato, un Estado laico es uno que se mantiene independiente de cualquier religión, sus autoridades no se mezclan con ninguna organización religiosa como parte de sus funciones, los espacios públicos están libres de símbolos religiosos y las leyes no se hacen con argumentos de fe, aunque se disfracen como defensa de causas cursis. Nuestro Estado, en cambio, está comprometido con la Iglesia católica.

En el Perú, los parques públicos están plagados de vírgenes y los jueces ejercen sobre una mesa con la Biblia y el crucifijo, como si lo suyo fuera la justicia divina. No hay una oficina pública que no tenga imágenes, estatuas y grutas de cristos, santos y vírgenes; los presidentes y otras autoridades acuden gozosos a celebraciones religiosas. Si todo esto no basta, la propia Constitución obliga al Estado a prestar su colaboración a la Iglesia católica, a la cual —mediante un tratado clandestino e írrito— reconoce como organización “independiente y autónoma”, otorgándole gollerías escandalosas.

Las instituciones armadas y la Policía Nacional, consideradas como “tutelares de la nación”, están configuradas, en parte, como dependientes de la Iglesia Católica en su servicio religioso, tal como lo establece el concordato firmado por el Estado peruano y la Santa Sede. Un acuerdo que firmó de manera apresurada e inconsulta la dictadura militar en 1980, días antes de entregar el poder. Distinguidos juristas han advertido que se trata de un acuerdo ilegal, pues no fue ratificado por el Congreso, tal como lo mandan la Constitución de 1933, la de 1978 y la actual; especialmente cuando compromete obligaciones financieras del Estado, como sueldos y exoneraciones tributarias reconocidas generosamente a la Iglesia católica.

El acuerdo firmado entre Perú y la Santa Sede es una clamorosa claudicación de soberanía, pues le garantiza a la iglesia “plena independencia y autonomía”, así como total libertad para adquirir y disponer bienes, y recibir ayuda financiera del exterior, además de gozar de exoneraciones tributarias. La Constitución de 1993, con toda su modernidad ad portas del siglo XXI, no se interesó en establecer un Estado laico, sino que consolidó la situación, reconociendo la labor de la Iglesia católica en la “formación moral del Perú”. Habría que preguntarse de qué formación moral se habla en un país hundido en la corrupción a toda escala y con valores sociales muy pobres, especialmente en el respeto al prójimo. La exhibición de biblias, cruces e imágenes religiosas no nos garantiza jueces más probos, policías más honestos, médicos más eficaces, ni políticos menos corruptos. Así que, por lo menos yo, no veo ningún aporte a la moral.

Si bien formalmente el Estado peruano no es laico, informalmente es casi eclesiástico. El poder que sienten los obispos no se debe únicamente a la situación jurídica de la Iglesia, y ellos aprovechan el poder que les otorga la masa católica, que de manera equivocada confunde la democracia con una dictadura de la mayoría para negarle derechos a las minorías o mantener a la mujer postergada y sujeta a su función reproductora, perpetuando viejos atavismos religiosos. Por todo esto vemos el estrafalario espectáculo de obispos que salen a pechar al Estado, a los ministros y al presidente, como si fueran un poder legítimo, encaramados tras la curiosa tesis de que las creencias deben ser respetadas, pero no la ley.

Si al fin se animan a efectuar la tan mentada reforma del Estado, sería conveniente poner de una buena vez las bases de un Estado laico, cortando toda relación con la Iglesia, cobrándole los impuestos que todos pagamos, eliminando las vicarías castrenses y los capellanes, quitando los santos patrones de las instituciones armadas y policiales, y evitando que las escuelas públicas y privadas se conviertan en centros de adoctrinamiento religioso, bajo la excusa de la educación. A ver si así podemos al fin dejar atrás la Colonia, antes del Bicentenario.

 

Dante Bobadilla

 
Dante Bobadilla
01 de septiembre del 2016

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