Darío Enríquez

El arte de resolver problemas en el Perú

Aplicando los principios del gran Russell Ackoff en la crisis actual

El arte de resolver problemas en el Perú
Darío Enríquez
28 de marzo del 2018

 

Es conocida la anécdota atribuida al presidente Manuel Prado Ugarteche respecto de los problemas. Cuentan sus allegados que él aplicaba el siguiente principio: “Hay dos tipos de problemas, los que no tienen solución y los que se resuelven solos”. Los cursos de acción caían por su propio peso. En el primer caso, nada que hacer porque es inútil, no tienen solución, para qué preocuparse. En el segundo, si se resuelven solos hay que dejar que eso suceda sin hacer nada.

La reciente crisis que se “resolvió” (luego explicaremos el entrecomillado) con la renuncia del presidente Kuczynski, ante su inminente destitución por graves acusaciones de corrupción, fue —sin duda— un ejemplo más de dejar que los problemas se resuelvan por sí mismos o que sigan siendo. Pero el mundo sigue su marcha y ahora tenemos al flamante presidente Martín Vizcarra enfrentando el reto de gobernar el Perú.

Antes que ese retorcido y malentendido laissez faire, laissez passer aplicado a los problemas, vamos a revisar lo que nos propone el gran Russell Ackoff. Según este genial pensador norteamericano, frente a los problemas tenemos tres alternativas. Hay una cuarta, pero esa no cuenta, la de no hacer nada y dejarlos ser (justo lo que casi siempre se ha hecho en nuestro país). Esas tres alternativas, a riesgo de parecer un juego de palabras, son: resolver, solucionar y disolver.

Para resolver un problema, debemos tomar el control de ciertos aspectos —con correcciones menores, alguna decisión importante, ajustes por aquí, desajustes por acá—, de modo que la nueva situación sea más o menos satisfactoria, diríamos que aceptable para los concernidos. Es lo que ha sucedido con la caída de PPK y la asunción del mando por parte de Vizcarra. Es en verdad un aprendizaje que hasta podría desembocar en criterios heurísticos de prueba y error.

Para solucionar un problema, debemos definir un modelo idealizado de la realidad problemática, con criterios de optimización y una visión positivista de “cómo debe ser”. Las acciones deben tomarse abordando el problema bajo el paradigma de la optimización. Este enfoque se adapta con mayor facilidad a problemas “duros”; es decir, en los que hay un conocimiento bastante extendido y claro de sus objetivos y elementos, y una dinámica en gran parte cuantificable.

La tercera opción nos hace recordar el acontecimiento fundacional del Perú moderno, el que hoy vivimos, disfrutamos y padecemos, con lo bueno, lo malo, lo feo y lo horroroso que tiene: disolver. Esta alternativa nos habla de cambiar en forma radical la realidad en la que el problema se inserta, de modo que, en esa nueva realidad, el problema haya desaparecido o se haya minimizado. Claro está que pueden surgir otros problemas a consecuencia de un cambio tan acelerado, pero justamente son otros problemas y no el original. Es el paradigma del diseño.

En medio de la crisis que hemos vivido y que ha sido “resuelta” con el reemplazo de Kuczynski por su primer vicepresidente Vizcarra, surge la necesidad de cambiar las reglas de juego electorales tanto para el Ejecutivo como para el Legislativo. Algunos hasta proponen una nueva Constitución, pero eso es algo delirante y que no puede tomarse en serio.

La necesaria reforma electoral es hasta ahora un débil conjunto de cambios que en verdad no cambia nada. Se anima bajo el enfoque de “resolver” y puede producir algo aceptable, aunque insuficiente. Tampoco existe lo que podamos considerar óptimo per se en política, de modo que el enfoque de “solucionar” podría aplicarse parcialmente a ciertos aspectos referidos a la distribución de curules o la división geográfica de las circunscripciones electorales, pero nada más. Nos queda el enfoque de “disolver”. No se trata aquí de “patear el tablero”, sino de proponer una reforma radical, un nuevo diseño del sistema electoral en el cual los problemas de hoy pierdan fuerza y sentido. Y en el que abandonemos los vicios y asumamos nuevas virtudes.

Es el caso de un sistema electoral uninominal. Debemos “disolver” el actual sistema y colocar un nuevo diseño. De un plumazo se elimina el efecto “locomotora” de un candidato que atrae votos, mientras los otros de la lista son “jalados” por esa locomotora. Se acaba la lucha fratricida por el voto preferencial creando una red de 130 circunscripciones electorales, todas aproximadamente con la representación de una cantidad similar de ciudadanos, y en cada circunscripción se elige a uno y solo a un candidato. Los partidos no presentan una lista, sino un solo candidato en cada circunscripción. Los partidos no podrán colocar candidatos “relleno” acompañando una “locomotora”, pues si el candidato no es bueno pierden la curul.

En el momento de rendir cuentas, el congresista sabe perfectamente cuál es el conjunto de ciudadanos a los que representa y la revocatoria de congresistas sería muy fácil de operar, puesto que se puede hacer elecciones en una circunscripción a bajísimo costo y con logística abordable, sin tener que hacerlo en las otras. Finalmente, se hace posible la consulta ciudadana efectiva, el contacto directo de representante y representados, pues el congresista sabe quiénes son exactamente a los que representa, de modo que en una votación importante se les puede convocar. Y no será el capricho del congresista sino la voz de los ciudadanos la que debe ser escuchada, convirtiéndose en voto inapelable. Un congresista que no consulta e ignora a sus representados, podrá ser revocado con facilidad.

Otro elemento que puede agregarse es que los ministros del Ejecutivo no sean cualquiera que se le ocurra al presidente, sino que sean elegidos única y exclusivamente de entre el conjunto de congresistas. Esto procura enormes ventajas. Los partidos se obligarán al autocontrol de ser muy cuidadosos llevando candidatos “ministeriables”, de otro modo no podrán formar gabinetes. Se acaba además con la nefasta fórmula de tener a los “amigotes” del presidente como ministros, pues si alguien aspira a ser ministro deberá participar activamente en política y ser elegido antes como congresista. Si el presidente desea nombrar ministro a alguien que no es congresista, se convoca elecciones solo en la circunscripción donde vive el candidato a ministro y serán los ciudadanos de esa circunscripción quienes acepten o rechacen al candidato.

Si algún congresista renuncia a la bancada que lo llevó al Congreso, se convoca a nuevas elecciones en la circunscripción uninominal y serán los ciudadanos de su circunscripción los que acepten que el congresista continúe, sea como independiente o afiliado a otro partido, o que rechacen su transfuguismo. Finalmente,se acaban las interpelaciones engorrosas y burocráticas. Como los ministros son congresistas y están obligados a asistir a las sesiones del Congreso, en ellas —de modo natural y directo— cualquiera le podrá pedir cuentas de sus actos y los ministros responderán desde su curul.

Las ventajas del diseño del sistema electoral uninominal son evidentes y permitirían abordar una serie de factores de entrampamiento, de fallida representación política y de pauperización del Congreso. Tanto la conformación de gabinetes como la representación política y el necesario nivel de los congresistas mejorará sin duda alguna. Solo queda un pequeño detalle: ¿Los congresistas aceptarán una reforma que los haga inelegibles tal vez al 90% de ellos? Como dijo alguna vez el tribuno Javier Valle-Riestra: “Veremos si los llamados padres de la Patria prefieren la quincena a la historia”.

 

Darío Enríquez
28 de marzo del 2018

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