César Félix Sánchez

El Aquinate y el Perú de hoy

A setecientos años de la canonización de santo Tomás de Aquino

El Aquinate y el Perú de hoy
César Félix Sánchez
31 de enero del 2023


Este año se cumplen siete siglos desde que Juan XXII canonizara a Tomás de Aquino, fraile dominico, teólogo y filósofo, y figura fundamental de la cultura universal. No está de más recordar su vida y obra entonces; más aún en el Perú, donde su pensamiento es prácticamente desconocido y carece de una recepción contemporánea, a diferencia de países vecinos nuestros como Colombia, Chile, Argentina o incluso Venezuela. En nuestro país, luego del desbarajuste que significó el colapso de las órdenes religiosas y sus aparatos culturales durante el periodo tardovirreinal y la independencia, no hubo una reconstrucción de aquella
paideia cristiana que, en siglos anteriores, produjo figuras de la talla de Juan Pérez de Menacho, Juan de Espinosa Medrano El Lunarejo, Ventura Travada o Pedro de Peralta Barnuevo y Rocha Benavides. Luego, durante el transcurso de los años de la república, el amor desmedido por las novedades y por lo práctico, omnipresente en todos los liderazgos nacionales de izquierdas y derechas, en «esos hombres prácticos que arruinaron y afrentaron al Perú», en palabras de José de la Riva Agüero, no era precisamente la mejor actitud espiritual para valorar un pensamiento metafísico con raíces en la antigüedad clásica como es el de Tomás de Aquino. 

Aunque eso pueda sorprender a muchos, el Perú es cristiano y conservador por default; en gran medida por la debilidad del Estado a la hora de imponer la religión burocrática y estatista del laicismo, y por la profunda estupidez y arribismo de los anticlericales. Porque cualquiera que revise la historia de la Iglesia en el Perú republicano descubrirá su profunda debilidad material e intelectual, para nada el gran espantajo todopoderoso y omnipresente que sus enemigos siempre han querido pintar. Su única fuerza fue la piedad popular y su capacidad de establecer algún tipo de unidad entre los distintos sectores del país. Recién hubo cierta recuperación a partir de la década de 1930, cuando el clero volvió a ganar prestigio y la Iglesia retomó algo del terreno perdido. Aunque ese renacimiento duró solo pocas décadas. 

Pero conviene volver al Aquinatense: ¿cómo podríamos definir su filosofía? Ante todo, como un socratismo, como la culminación del intento de Sócrates, Aristóteles y Platón de entender la realidad y conocer la virtud contra el escepticismo y el relativismo moral de los sofistas de todas las épocas. Es, como diría Santiago Ramírez O. P., una filosofía del orden: de la distinción entre orden natural y sobrenatural, entre naturaleza y gracia, entre fe y razón; del orden de las cosas (físico y metafísico), del orden del pensamiento (lógica), del orden de los actos humanos (moral), etc. Pero en santo Tomás, parafraseando a Maritain, se distingue para unir. No como una simple yuxtaposición retórica o un eclecticismo amorfo, sino desde la profundización orgánica, necesaria, coherente y, en ocasiones, correctiva del viejo verso del poema parmineideo: el ser es y el no ser no es. 

Para el Aquinatense, en la profunda estructura de lo real, resolviendo el problema de la unidad y de la multiplicidad, de las relaciones entre lo sensible y lo metasensible, se encuentran dos principios inseparables que constituyen cada substancia corpórea que existe: uno de especificación, que hace que la cosa sea lo que es, y otro de individuación, que hace que sea esta cosa específica e individual. Respecto a la misma esencia de las cosas, uno es plenamente real, aunque metasensible (actus), el otro se encuentra en una condición ontológica que ofrece una realidad menor pero igual es y, además, posee una disposición a dejarse informar y poder asumir distintas perfecciones (potentia). El conocimiento de estos dos coprincipios -la materia y la forma- es el primer escalón para descubrir el secreto del Ser y cómo la riqueza y belleza de lo visible exigen una dimensión metasensible, que fundamente no solo su cognoscibilidad sino su misma existencia. 

Más allá de las siempre interesantes doctrinas cosmológicas y metafísicas tomasianas, es interesante reflexionar en cuál sería el mensaje que el santo dominico podría ofrecer al atribulado Perú de nuestros días. No estaría de más preguntarle, dado que reflexionó largamente sobre el bien común y las virtudes políticas. 

En primer lugar, nos recordaría la condición esencialmente moral y espiritual del bien común. Nada está más lejos del bien común que el «bienestar general» puramente material que el consenso socialdemócrata, laicista y demagógico, pretendió ofrecer a Occidente. Pero también nos recordaría que una de las condiciones para la consecución del bien común es la paz. Y que la paz es, como diría Agustín de Hipona, la tranquilidad en el orden: no la aparente paz del desorden consentido o de la obsecuencia con el enemigo público que pretende destruir la sociedad. Y que, por tanto, vale la pena no ahorrar sacrificios a la hora de asegurar la paz para la comunidad política. Antes esto estaba claro para cualquier clérigo; ahora, en cambio, parece que lo ignoran hasta los Nuncios.

César Félix Sánchez
31 de enero del 2023

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