Eduardo Zapata
El alumno universitario existe
Hace algunos años –convocados por un Decano que parecía querer mejorar radicalmente la realidad académica de su Facultad- varios profesores decidimos dictar en una reconocida universidad pública. Más que obvio, nos movilizaba la promesa académica por encima de un casi inexistente estipendio económico.
Recuerdo que tenía un alumno que intervenía brillantemente en clase. Entre los más de cien alumnos presentes en aula, su voz sonaba firme, inteligente y llena de curiosidad intelectual. Recuerdo que –sin embargo- en la primera práctica calificada ese mismo joven tuvo 05 de nota. Y el hecho se repitió en una segunda práctica.
Por mi experiencia, presumía algo de la realidad. Y para no herir la susceptibilidad del alumno conversé con el delegado de la clase, quien me confirmó la presunción. Se trataba de un chico de origen humilde, que a las justas tomaba un té como desayuno, que almorzaba un día sí y un día no y que no leía la bibliografía que se les indicaba para cada práctica.
¿Por qué no leía este muchacho? Simplemente porque no tenía dinero para pagar las cuarenta fotocopias que la bibliografía exigía. Quienes conozcan esa u otras universidades públicas, saben que allí cada página fotocopiada cuesta 3 centavos de sol. Y este joven –que había ingresado a la universidad venciendo a miles de competidores a fuerza de empeño e inteligencia- estaba viendo frustrada su formación por la carencia económica. Recuerdo que convinimos con el delegado en que yo le iba a pagar las fotocopias durante el ciclo, con el encargo de que el alumno no lo supiese.
Una ley puede ser declarada constitucional. Puede ser producto también de buenas intenciones. Pero por el hecho de que las leyes suelen pertenecer casi exclusivamente al mundo de las ideas, despojadas de la verdad, de la carne y de la vida, terminan obviando a quienes supuestamente se pretende favorecer.
El alumno universitario se ha convertido en un número. En un código. En una estadística. Que acaso genera programas de asistencialismo. Como becas, por ejemplo, ojalá meritocráticamente asignadas.
Pero me temo que estas asistencias no contemplan la integralidad vital de los jóvenes universitarios. Que no requieren solamente el pago de una pensión o ayuda para la alimentación. Sino recursos integrales para no tener que preocuparse no solo de cubrir gastos de supervivencia, sino las exigencias normales de un joven que quiere estudiar. Y ellas requieren recursos para vestir y no sentirse así disminuidos ante los demás, recursos para adquirir bibliografía, para asistir a eventos culturales y recreativos … Todo lo cual supone que el alumno deje de ser una estadística y exista.
Recuerdo, finalmente, que por esas épocas el Rector de aquella universidad era un hombre considerado como progresista. Y me llamó la atención que un buen día –y a la par que los honorarios casi inexistentes de los profesores- en la sala de profesores apareciesen sillones de cuero, un mozo –vestido como tal- para servir café y dos secretarias cuya única función era alcanzar amablemente el libro de firmas al Profesor. No pude dejar de pensar en el estudiante. Y no pude dejar de pensar en la calidad de la oferta académica que esperaba a esos jóvenes que habían depositado su fe en la educación. Los gastos superfluos en muebles, decoraciones, mozos y cafés no enriquecían la oferta académica. Y terminaban por alimentar la frustración de la demanda de estudiantes de carne y hueso cuya meritocracia y condición humana se veían –finalmente- despreciadas.
Por: Eduardo E. Zapata Saldaña
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