César Félix Sánchez
Complejos neoindigenistas
Un mito político redituable para los izquierdistas
Cierto internacionalista balbuceante puso el grito en el cielo por Twitter hace algunas semanas ante la presencia de individuos que, blandiendo la cruz de Borgoña (una de las banderas históricas del Perú), habían montado guardia en torno al monumento de Colón en el centro de Lima. Lo que no contó es que un grupúsculo de vándalos de extrema izquierda había pintarrajeado antes el monumento y parece que, como buenos copiones de todas las extravagancias de la identity politics gringa, intentarían tumbarlo mismo Black Lives Matter. Pero, como siempre, les faltó estamina y fuerza numérica y tuvieron que retirarse.
Porque el rollo «descolonizador hipster» que se asoma a las redes sociales cada 12 de octubre de un tiempo a esta parte es una cosa tan exótica para nuestro medio como pudieron serlo Colón y sus carabelas para los aborígenes antillanos. Su origen no son las «luchas de nuestro pueblo» sino las cátedras posmodernas, feministas y poscoloniales de las universidades norteamericanas. Nuestros viejos indigenistas y revolucionarios no llegaban a esos extremos de inmadurez de tumbar estatuas y aplicar estándares de corrección política al estilo Me too a figuras del siglo XVI. José Carlos Mariátegui incluso elogió a Colón y al espíritu de los conquistadores españoles y de los pioneers norteamericanos. Luis E. Valcárcel, fundador del IEP, por su parte, guardaba más odio a los mestizos que a los conquistadores y, en un extraño pasaje de Tempestad en los Andes, hace un elogio desatado del germanismo que podría haber salido de la pluma de Lanz von Lebenfels o cualquier thuleano alucinado. Cosas de la generación de cristal.
Evidentemente, los demagogos de siempre como López Obrador y nuestro precario Castillo se suman a estas «narrativas» con el fin de aplicarse a ellos las etiquetas de inocentes Moctezumas y Atahualpas y a su gaseosa oposición, la de genocida y avarienta saqueadora. López Obrador, incluso, ha llegado a solicitar que tanto la Iglesia como España «pidan disculpas» a México por la conquista. El papa Bergoglio, alter ego populista de estas figuras, pareció solidarizarse con este pedido mentiroso y demagógico. Pero veamos algunos datos históricos. Si tiene que haber indemnizaciones y disculpas, que las haya para todas las víctimas. Eso es lo justo, ¿verdad?
En 410 los godos de Alarico saquearon Roma. Y aunque, como cuenta san Agustín, se respetaron los santuarios y a las personas allí guarecidas, las pérdidas económicas fueron incalculables. Pero en 451 se desató todo el infierno. Como cuenta san Jerónimo en su famosa epístola a Geruquia, la «otrora ilustre» Maguncia fue arrasada por los bárbaros y toda la Renania y Galia acabarían violentadas por los hunos, con la muerte de un incalculable número de personas. En 455, Genserico y los vándalos tomarían Roma y la cosa fue muchísimo peor que cuarenta y cinco años antes. Miles de personas fueron asesinadas o reducidas a la esclavitud y se vieron toda clase de desmanes inenarrables. ¿No sería entonces necesario que el Papa, cuyos directos antecesores eran autoridades representativas del pueblo romano en aquellos tiempos, exija una reparación y una disculpa formal de parte del rey de Suecia, territorio de donde eran originarios tanto godos como vándalos? ¿No sería un ejercicio sano de memoria histórica recordar tantos «feminicidios» y violaciones cometidas por los bárbaros contra la población civil? ¿Y a tantos niños que fueron víctimas del tráfico de personas? ¿Y tanto patrimonio histórico y documental destruido?
Pero todos estos desmanes palidecen con aquella atrocidad ocurrida en pleno Renacimiento (aunque, como sabemos, el Renacimiento fue época de tiranías y violencias sinnúmero), me refiero al sacco di Roma de 1527, realizado por las tropas alemanas del sacro emperador Carlos V. ¿Ya ha pedido perdón Angela Merkel por tamaña atrocidad? ¿Piensa el Papa dejar impune tanta sangre? ¡Ni olvido ni perdón!
Por otro lado, los historiadores calculan que las conquistas de Genghis Khan llegaron a provocar la muerte de cerca del 11% de la población mundial –se llevó al otro mundo a casi tres cuartas partes de la población del Irán actual, por ejemplo– y eso sin contar las violaciones y desmanes semejantes ocurridos en el amplio espacio geográfico que va desde el Asia Central hasta la Europa Oriental y el Levante. ¿Pensarán entonces los jefes de estado de todas esas naciones perjudicadas exigirle disculpas o una indemnización a Mongolia? No. Y no solo eso, Genghis Khan ni siquiera goza de la infamia que en nuestros subdesarrollados países tienen Cortés y Pizarro, sino que fue homenajeado con una vieja película con Omar Shariff e incluso un famoso grupo de pop kitsch setentero lleva su nombre.
¿Pero por qué en esos casos no se desatan «batallas por la memoria» para ajustar cuentas milenarias, como en nuestros países? Porque obviamente las autoridades de Maguncia, Roma y de todos los demás lugares afectados por alguna vicisitud semejante (es decir, todo el mundo) tienen dos dedos de frente y saben que siempre a lo largo de la historia han existido atrocidades y que, siglos después, ponerse a calcular pérdidas, pedir perdones e indemnizaciones es un acto descomunalmente absurdo, semejante a querer buscar a Jesucristo para hacerle pagar la cuenta de la Última Cena.
En las Américas, en cambio, es un buen negocio explotar tamaños despropósitos. Para la intelligentsia parásita y floja es un continuo vivero de atención y de recursos, explotando la mala conciencia de benefactores millonarios. Para los políticos de izquierda es un mito político redituable en su manida retórica de buenos contra malos. Y para los otros consumidores de esta especie es una suerte de justificación para toda clase de complejos y fracasos personales y colectivos. Que los «españoles nos robaron y nos saquearon» es el pretexto perfecto para todo parasitismo e irresponsabilidad.
Finalmente, quisiera compartir una primicia con López Obrador y Castillo: la entidad política que conquistó el Anáhuac y el ámbito andino en el siglo XVI ya no existe. Se llamaba Monarquía Católica y existió entre 1492 y 1833. El estado español actual es heredero histórico suyo, como lo son también las repúblicas de México y del Perú. Las entidades políticas conquistadas –la Confederación Azteca y el Imperio de los Incas– tampoco existen y ni siquiera tienen ningún vestigio jurídico o institucional, salvo los que pasaron a la también extinta Monarquía Católica vía translatio imperii. Así que vayan a reclamar al cementerio.
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