César Félix Sánchez
Cegueras misteriosas y tanatocracia
Se debe apoyar a las autoridades constitucionales, contra viento y marea
Ya desde los sucesos de noviembre de 2020, durante ese periodo de cegueras inexplicables y manipulaciones sutiles (y no tan sutiles) de masas, comencé a releer y a recomendar un libro invaluable para analizar esos momentos de aceleración histórica llamados por los leninistas «situaciones prerrevolucionarias».
Me refiero a Consideraciones sobre Francia, de Joseph de Maistre. Allí el conde saboyano escribía lo siguiente: «Mas la Revolución Francesa, y todo lo que ocurre en Europa actualmente, es tan prodigiosa en su orden como la fructificación instantánea de un árbol en el mes de enero: sin embargo los hombres, en vez de admirar, miran para otro lado o desvarían (…). Ciertas disposiciones que están en manos del hombre producen regularmente determinados efectos según el curso habitual de las cosas; si no logra su objetivo sabe por qué, o cree saberlo; conoce los obstáculos, los sopesa y nada le asombra. Pero en épocas de revolución, la cadena que ata al hombre se acorta bruscamente, su acción mengua, y sus recursos lo abandonan. Entonces, arrastrado por una fuerza ignota, se irrita con ella, y en lugar de besar la mano que lo oprime, la niega o la insulta. No entiendo nada de lo que pasa, es la frase más sonada del momento. Es frase muy sensata, si nos hace remontar a la causa primera que ofrece actualmente tan magno espectáculo a los hombres; es una necedad, si sólo expresa despecho o un abatimiento estéril».
Luego de describir cómo «los hombres más culpables del universo triunfan sobre el universo», cómo «los proyectos más titánicos» son realizados por los malvados mientras que «el partido de los buenos es desdichado y ridículo en todo lo que emprende», «los primeros hombres de Estado yerran invariablemente» y «los generales más célebres son humillados», concluye lapidariamente: «por supuesto, pues la primer condición de una revolución decretada [por la Providencia], es que cuanto podría prevenirla no existe, y que nada salga bien a quienes quieren impedirla».
Sea o no que nos encontremos en una circunstancia semejante, lo cierto es que nos hemos encontrado con muchas cegueras misteriosas en ambos bandos de esta disputa.
Pero para revisar este fenómeno conviene revisar las circunstancias aurorales del gobierno de Dina Boluarte. Como era evidente, la vicepresidente de Pedro Castillo no era la persona más idónea para hacerse del mando en un momento de crisis. Además, no había pasado un año desde que había prometido solemnemente ante audiencias surandinas en múltiples ocasiones que, si Castillo se iba, ella también se iría. Y aunque en Lima eso no se toma en cuenta, en el sur este perjurio se vio como una afrenta personal, igual que el acta de no privatización de Egasa y Egesur suscrita por Toledo en Arequipa en 2001 y violada totalmente por él en 2002, o el «Tía María no va» de Ollanta Humala en la campaña del 2011 en el valle de Tambo, que se convirtió en un «Tía María sí va» a toda costa en el 2015, sucesos todos que produjeron sendos estallidos de violencia. Las mentiras de los demagogos populistas originan siempre muertos; aún si estos demagogos se cuelgan frac y chistera luego de ser elegidos y proclaman su responsabilidad macroeconómica ante los sectores empresariales. Es casi una cuestión de dignidad, más dolorosa e inmediata que las supuestas o reales «afrentas históricas» que los analistas exotizantes de Lima suelen esgrimir para explicar el comportamiento de las masas surandinas. Porque la representación allí, como en toda sociedad tradicional de orígenes indohispánicos y cristianos, se basa en un pacto implícito personal entre el Príncipe y los pueblos, con dimensiones a veces sacrales.
Pero ¿quién convenció a Dina que podría afrontar el reto? Quizás ese viejo complejo peruano que llevaba a los viajeros europeos decimonónicos a sostener que en nuestro país cualquiera que ha llegado al grado de coronel sueña ya con Palacio. Y, más aún, después del tsunami Fujimori, muchos sueñan con ser el outsider. Sin embargo, parece que los que se entusiasmaron con Dina en el primer momento fueron los eternos oportunistas de siempre: el caviarismo, en su doble faz de izquierda globalista y de tecnocracia estatal de orígenes ollantistas. Basta recordar el abrazo entusiasta de Sigrid Bazán a Dina el mismo 7 de diciembre y el reclutamiento del ollantista Alberto Otárola como ministro. Para este sector, en ese momento Boluarte era una opción mucho mejor que el general Williams. Además, evitar su renuncia y el adelanto de elecciones en menos de seis meses, significaba largos años para poder hacer «reformas», ese deporte caviaresco destinado a «amortiguar» el daño que produce un Perú que vota «incorrectamente» siempre, según ellos. Y habría, asimismo, tiempo de sobra para recaudar firmas para sus partidos maltrechos, porque, como sabemos, Verónika Mendoza se ha peleado con Roberto Sánchez de Juntos por el Perú y estaba en busca de un barco propio. Luego, en la medida en que en pocas horas se fue revelando lo imprevisible para el caviarismo (que Castillo tenía una estructura de apoyo y de poder callejero violento en el interior del Perú, hipótesis antes denunciada como «paranoia» terruqueadora por los ciegos limeños progresistas), la izquierda globalista la fue abandonando, mientras que parte de la burocracia ollantista se jugó apoyándola y trató de establecer un frente común con la derecha y las Fuerzas Armadas.
Sin embargo, pronto vimos cosas sorprendentes: a la derecha, lanzarse contra el escenario óptimo de unas elecciones anticipadas en 2023, donde solo existirían 12 partidos inscritos y solo 2 de una izquierda debilitada (JPP y Perú Libre), en aras de un adelanto recién el 2024, y a la izquierda, ahora en bloque, procurar una anticipación en el 2023 en la que ni el Bloque Magisterial, ni el grupo de Bermejo, ni Nuevo Perú de Mendoza ni la principal amenaza que es el movimiento de Antauro Humala estarían inscritos. Paradojas de circunstancias prerrevolucionarias.
Ahora nos encontramos al borde de la entronización del principio de la tanatocracia. ¿Qué es la tanatocracia? Pues nada más ni nada menos que el sistema de gobierno en el que aquel que puede reivindicar el mayor número de muertos en su bando (ya no de votos) se siente con el derecho de decidir quién preside el Ejecutivo y el Legislativo, e incluso qué rumbo toma el país en sus instituciones fundamentales. No puede haber chantaje más cruel ni inmoral, porque hace uso de la manipulación emocional y el natural horror al derramamiento de sangre para imponer sus objetivos. Pero estemos advertidos, ya salió incluso la «izquierda moderna», en boca de Verónika Mendoza, a decir que, aunque Dina renuncie, la lucha continuará hasta la Asamblea Constituyente. Así que ya sabemos que esto va para rato.
¿Qué conviene hacer entonces? Por razones de principio y para evitar la amenaza de la tanatocracia, seguir apoyando a las autoridades constitucionales, contra viento y marea. La caída de Boluarte sería un precedente más peligroso aun que la asunción de Sagasti en el reino de la brutalidad y de la arbitrariedad, en el que ya no interesan las leyes, sino la fuerza bruta callejera que chantajea sin ningún escrúpulo y a la vez acusa de inmorales y crueles a quienes se dan cuenta de sus mecanismos de acción. Pero si cae, hay que retirarse a la siguiente muralla de defensa: el presidente del congreso y aguardar una elección anticipada en el más breve plazo, mientras todavía hay fuerzas para plantarle cara al totalitarismo.
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