César Félix Sánchez

Aristóteles y el cristianismo ante la familia y la política

Las diferencias entre la visión clásica y la visión cristiana

Aristóteles y el cristianismo ante la familia y la política
César Félix Sánchez
23 de agosto del 2022


Cabe señalar que para Aristóteles la primacía de la familia por sobre la polis es fundamental y cronológica, pero ontológicamente le correspondería a la polis la excelencia mayor, pues la familia está orientada hacia cimentarla. La relación entre la familia y la sociedad política no ha estado exenta de complejidad, especialmente a partir de la aparición y difusión del cristianismo en el mundo grecorromano, cuya visión teológica y antropológica eleva a un horizonte más amplio las concepciones filosóficas clásicas. 

Santo Tomás abunda al respecto en su Comentario a la Ética a Nicómaco: «Sabido es que porque el hombre es naturalmente un animal social, necesita de muchas cosas para su vida que él por sí solo no puede aparejar para sí. De lo que se sigue que el hombre naturalmente es parte de algún grupo por medio del cual se le provee la asistencia necesaria para vivir bien, la cual necesita en cuanto a dos cosas. Primero respecto de las cosas necesarias para la vida sin las cuales no puede pasarse la vida presente: y para esto el hombre es asistido por la sociedad doméstica, de la cual es parte. Porque todo hombre recibe de sus padres la generación, el alimento y la educación. Del mismo modo los miembros de la familia doméstica se ayudan entre sí respecto de lo necesario para la vida. De otro modo es ayudado el hombre por el grupo social del cual es parte en cuanto a la perfecta suficiencia de vida, de manera que el hombre no sólo viva sino que viva bien, teniendo todo lo que le baste para su vida. De este modo el hombre es asistido por la sociedad política –de la que él mismo es parte– no sólo en relación a las cosas corporales, en cuanto en la ciudad hay muchas cosas hechas por el hombre para las cuales no basta la sola sociedad doméstica, sino también en relación a las morales, como cuando por medio del poder público los jóvenes insolentes, a los que no les vale para corregirse la admonición paterna, son refrenados por el miedo a los castigos».

Se ha insistido en alguna ocasión respecto a las diferencias entre la visión clásica y la visión cristiana de la política. En el caso específico de Aristóteles, como hemos visto, si bien existía una reivindicación de la sociabilidad natural del hombre y un cierto reconocimiento de la primacía, por lo menos cronológica, de la familia sobre el estado –y eso lo distingue del contractualismo moderno, raíz del liberalismo político clásico–, la sociedad era vista como «un organismo natural autosuficiente, en el cual las diferentes clases existen solamente en razón de la totalidad, y donde el gobernante y el legislador imprimen una forma sobre la materia inerte del cuerpo social» (cfr. Christopher Dawson, Historia de la cultura cristiana, 2006, p. 273), visión ciertamente diferente al corporativismo paulino, donde cada miembro, aunque subordinado a una jerarquía, puede lograr la perfección propia. 

Sin embargo, esta diferencia no entraña una contraposición ni mucho menos una diferencia irreconciliable. Christopher Dawson señala lo siguiente al respecto: «Ahora bien, como santo Tomás ha mostrado, es posible conciliar el materialismo orgánico de la Política de Aristóteles con el misticismo orgánico de la visión cristiana de la sociedad, pero ello a condición de que el Estado sea considerado como un órgano de la gran comunidad espiritual, y no como el fin absoluto de la vida humana; esto es, que en la teoría y en la práctica social se debe tratar al Estado como parte y no como fin último de la sociedad» (ibíd., p. 273). 

De esta manera se creaba un equilibrio justo en las relaciones entre la familia y el estado, fundamentándose la condición de este último como instrumento de la sociedad, garantizando así la libertad de las personas y su mayor perfeccionamiento. 

Con respecto a la familia, la difusión del cristianismo significó la victoria definitiva para las tendencias filosóficas que buscaban desde hacía ya algún tiempo emancipar el derecho romano de atavismos de origen étnico-religioso y además enseñó al hombre una nueva y más profunda valoración de su dignidad con consecuencias sociales de importancia gigantesca. 

Así lo define Fustel de Coulanges en su monumental La ciudad antigua: «El cristianismo enseñaba que el hombre no pertenecía ya a la sociedad sino en una parte de sí mismo; que estaba afiliado a ella por su cuerpo y por sus intereses materiales, que vasallo de un tirano, debía someterse a él; que ciudadano de una república, debía dar su vida por ella; pero que, en cuanto a su alma, era libre y ésta no dependía más que [de] Dios (…). Emancipada el alma, quedaba hecho lo más difícil, y se hizo posible la libertad en el orden social (…). Mudaron entonces los sentimientos y las costumbres tanto como la política (…). El cristianismo separó las virtudes privadas de las públicas, y rebajando a éstas y realzando a aquéllas, elevó a Dios, a la familia y a la persona humana sobre la patria y al prójimo sobre el ciudadano (…). No puede menos de notarse la influencia favorable de la nueva idea en la historia del derecho romano (…) A medida que el cristianismo conquistó a la sociedad, viose a los códigos romanos admitir las nuevas reglas, y no por medio de subterfugios, sino claramente y sin la menor vacilación (…). El padre perdió la autoridad absoluta que anteriormente le daba su sacerdocio, y no conservó más que las que le concedía la misma naturaleza para las necesidades del hijo. La mujer, a quien colocaba el antiguo culto en una posición inferior al marido, llegó a ser moralmente igual a él. El derecho de propiedad se transformó en su esencia, desparecieron los límites sagrados de los campos; no se fundó la propiedad en la religión, sino en el trabajo; hízose más fácil adquirirla, y se desterraron definitivamente las formalidades del antiguo derecho».

César Félix Sánchez
23 de agosto del 2022

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