Hugo Neira
Arbitristas (II)
Aquellas personas que remitían los arbitrios al rey de España
En el periodo colonial peruano los hubo. Un caso eminente es Bravo de Lagunas (1704-1765). Su texto es un clásico, El voto consultivo. Bravo de Lagunas propone cosas sensatas, y otras que no lo son tanto, en sendos discursos que van juntos. Una observación de los hechos comerciales, y a la vez, una teoría jurídico-política que sostiene que, si la ley no conviene, si es dañina, según el fuero interno de cada quien, bueno es dejarla. Pedro José Bravo de Lagunas y Castilla, nacido en Lima en 1704, fue Fiscal Protector de Indios, luego Asesor General del virreinato, con el virrey Armendáriz, y fue nombrado por el Rey de España, Felipe II, Oidor en la Audiencia, Juez eclesiástico de testamentos, legajos y obras pías. Estos cargos indican que ni era un improvisado y menos el charlatán del que hacen mofa Quevedo como Cervantes. Este hombre renuncia luego a todos sus cargos, se retira a un monasterio, el San Felipe de Neri, y fallece en una fecha sobre la que hay discusión. Pero lo que deja, entre varios papeles y trabajos, es un misil que apunta a una política económica distinta a la practicada en su tiempo. Por la audacia de su propuesta y la importancia de su rango, Bravo de Lagunas merece en nuestros días el encarnizado estudio que sobre su obra anda a términos.
¿Qué dice de tan sorprendente en El voto consultivo? En apariencia el asunto arranca en torno al comercio de trigo con Chile y el uso de las tierras agrícolas. Pero de ese asunto concreto va a pasar a mayores en su argumentación. Un terremoto, en efecto, de 1687 hizo que las tierras agrícolas en torno a la capital, a Lima, se volvieran estériles. Para remedio de la demanda de trigos, el gobierno virreinal había decidido abastecerse de Chile, lo cual parece a simple vista una medida realista. Pero, como la tierra tardaba en recuperarse, la emergencia pasó a ser costumbre, y los agricultores demandaron que se prefiriera la cosecha local a la foránea. Lograron por lo visto precios iguales, pero como el de los chilenos era más bajo, no podían hacerles competencia. Hubo una serie de motines, el virrey intervino, y ahí aparece “el aviso”, de Bravo Lagunas. Lo que propone, monda y lironda, es que se diera preferencia al trigo nacional. Es decir, propone un mercado interno protegido por el Estado. Lo cual envuelve, casi diríamos sin tirar demasiado de la cuerda, algo así como una teoría del autodesarrollo. Y esto, en el corazón del Antiguo Régimen colonial. Un precursor del brasileño Dos Santos y de la CEPAL de los años setenta cuando la gente virreinal llevaba calzas y mantas.
Pero no es esa la única razón por la que llama al interés de diversos investigadores sino su oscura anticipación. Es en la séptima parte de su alegado —¿en nombre de una clase, un estamento, un prepatriotismo?— que propone un tipo de autoridad capaz de preferir el bien común a la ley española. “Se pueden hacer esos estatutos en nombre del Rey, quitar los antiguos, o dispensarlos”. En otras palabras, en nombre del justo arbitrio, el representante del Rey, en nombre de la recta prudencia, “puede convenir en admitir o en repeler que se extraigan los caudales, y los ciudadanos no empobrezcan”. Bravo de Lagunas, el probabilista, es una suerte de esquinado subversivo. Doctrina moral y jurídica que defiende que se haga lo más probable y no las Leyes de Indias. El criterio no radica en cumplir o no con la norma, sino en interpretarla, y si no resulta conveniente, como dice, “dispensarla”.
La postura de Bravo de Lagunas significa un par de cosas, altisonantes en extremo. Por una parte, con los tonos mesurados al uso de un funcionario colonial, igual se alza contra la universalidad de la ley. Por otra parte, establece un principio, buscar la relación entre la ley y las circunstancias, el medio, sus limitaciones. Esto abría a su vez dos puertas accesorias. La de explicar e interpretar la ley antes de aplicarla, no pudo menos que ser bien recibido en un medio colonial donde los abogados y los litigios hacían vivir buen número de hogares criollos. La otra puerta era que, tras la disputa, se asomaban fuerzas sociales, los intereses locales, perfectamente opuestos en varios puntos a las disposiciones tomadas por aquello que se dictase desde el Consejo de Indias o por un transitorio funcionario llamado Virrey. Por lo demás, el arbitrista Bravo de Lagunas no inventaba una doctrina. Desde el Renacimiento había probabilistas. Los teólogos preocupados por la aplicación de una moral cristiana a un mundo real fueron numerosos: Domingo de Soto, Melchor Cano, dominicos todos. Y, por cierto, el jesuita Francisco Suárez, y casi todos los teólogos de la Compañía. Los enemigos del probabilismo lo encontraban laxo, demasiado amplio. Bravo de Lagunas había estudiado en el colegio de los jesuitas.
Nadie se impuso en ese debate salvo que, con el tiempo, los Austria no lograron imponer ningún rigorismo y lo del posibilismo —la ley no se aplica pero se estudia, y es lícita la prudencia— se extendió naturalmente a las repúblicas plenas de abogados de las repúblicas sudamericanas. Hasta nuestros días. Abran los diarios, los probabilistas contemporáneos abundan.
Viene de: Neira, H., Las Independencias, Fondo Editorial IGDLV, Lima 2010, pp. 160-162.