Raúl Mendoza Cánepa
Absoluciones póstumas
Sobre la presunta inocencia del “monstruo de Armendáriz”
Sobre la presunta inocencia del “monstruo de Armendáriz”
Bien dice Alfredo Bullard en El Comercio: “Posiblemente la pregunta más recurrente que se le vendría a la cabeza sería: ¿Cómo seré recordado? Ante la imposibilidad de la inmortalidad física aspiramos a la inmortalidad del recuerdo. Queremos trascender como buenas personas, buenos padres o hijos, buenos profesionales. Ojalá lleguemos a ser recordados como un famoso deportista, un premio Nobel o un héroe nacional. Queremos dejar un legado… Pero se imagina si en esa cuenta regresiva… sabe que será recordado como una persona infame… como un asesino y violador de niños”. Bullard se refiere al injustamente apodado “monstruo de Armendáriz”, un ejemplo de cómo la pena de muerte no garantiza sino la falibilidad irreversible de los jueces y la vileza de una sociedad.
No existe en papel escrito, y por desgracia, un “derecho a la memoria”, uno que no solo deshaga en vida las infamias en papel y pantalla, sino que además reconozca —aunque sea para la posteridad— la inocencia, el honor o el martirio de quien fue juzgado injustamente. En el caso del mal apodado “monstruo”, Jorge Villanueva Torres, no solo fueron jueces ineficientes los que mancharon su memoria sin mayor prueba que la presunción; también una opinión pública que quería circo a costa de la sangre de un inocente: Digo, de un inocente formalmente responsabilizado por violar y asesinar a un niño, cosa que no hizo.
¿Cómo castigar a una opinión pública de hace seis décadas? ¿Cómo recuperar la memoria de una generación que murió relatando a sus hijos la leyenda de una bestia que no era tal? Por lo pronto, el presidente del Poder Judicial, en buen gesto, revisará la condena y posiblemente dictará una absolución póstuma. Me recuerda, no obstante, los homenajes que hacemos a nuestros muertos, a la irreversibilidad del daño que genera el prejuicio. Cuando los jueces se dejan llevar por la corriente de opinión, no existe independencia judicial.
Como se recuerda, el 8 de setiembre de 1954 un niño de tres años fue encontrado muerto y con señales de haber sido violentado sexualmente. Los hechos habrían ocurrido cerca de la quebrada de Armendáriz, en Barranco. Para no evidenciar su pasividad y ante la indignación del circo, solo seis días les bastó a la arcaica policía de los años cincuenta para dar con el presunto responsable. Nada menos que un joven afroperuano. Un turronero cuyo nombre es mejor obviar para la historia, contó a la policía que vio a un sujeto de raza negra cerca a la víctima. Muchos sospechosos con las mismas características fueron detenidos pronto en Lima y solo fue suficiente con la confirmación del turronero a sola vista (memoria fotográfica) para que policías y jueces creyeran de juntillas que habían dado con el criminal. La ciencia no tenía nada que decir en el proceso ni evidencia alguna podía verificar la participación de Villanueva, que negó su culpabilidad con la crispación de un hombre inocente, que lo era, y la negó aún a gritos frente al pelotón de fusilamiento.
Elementos de estudio sobrevinientes indican que el niño tenía golpes con las características de impacto de metal, probablemente un atropello en las inmediaciones de la quebrada, que un inescrupuloso chofer trató de ocultar; golpes que la medicina legal de entonces volcó en un informe torcido para la medida del gusto de la gente. Bullard relata que antes de morir, Villanueva confió a su abogado un mensaje dirigido a su hijo: “Dígale que no se avergüence de mí y que el tiempo esclarecerá todo”. El tiempo es una ilusión, decía Einstein, pero a veces un desparpajo. Han pasado sesenta años y probablemente al hijo de Villanueva no le alcanzará el tiempo para certificar las palabras de su padre, ni aun cuando las hubiera dejado en una carta ya rota o amarilla.
El turronero verdugo reclamó pronto un trabajo porque decía que la suya había sido una “labor cívica”. Claro, quizás absuelto Villanueva, el monstruo termine siendo él.
Espeluznante imaginar los interrogatorios que indujeron a Villanueva a confesar un crimen que no cometió. El mismo procesado afirmó ante el Tribunal Correccional que los detectives lo forzaron a incriminarse, pero nadie lo escuchó. El 12 de octubre de 1957 fue fusilado. Miles de dedos abajo, satisfechos, se elevaron sobre la sangre derramada.
Descartado lo execrable que puede ser la pena de muerte, nos preguntamos si las absoluciones históricas sirven para algo. Prefiero creer que sí, aun cuando siempre me fueron inútiles los homenajes tardíos y las vueltas a destiempo.
Raúl Mendoza Cánepa
Fotografía: RPP
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