La censura del ministro de Energía y Minas, Rómu...
En el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre la situación de los Derechos Humanos en el Perú, luego del golpe fallido de Pedro Castillo, no solo se sostiene que en el Perú se violan Derechos Humanos y se desliza la posibilidad de “masacres y ejecuciones extrajudiciales”, sino que se habla de una estigmatización de los pueblos andinos; y de alguna manera, se presenta una sociedad en que una minoría urbana, blanca, excluye y discrimina a las sociedades andinas. Sobre esta abierta y brutal ignorancia de la realidad peruana se deja entrever que la violencia, las milicias comunistas que atacaron aeropuertos, comisarías y bloquearon carreteras, expresaría una rabia acumulada por siglos.
Es decir, no solo se niega al Estado de derecho el uso constitucional de la fuerza pública sino que también se pretende romantizar la violencia de las milicias comunistas y establecer cierto halo de justicia social sobre todo el caos, destrucción y anarquía que desataron sobre el país. Semejantes objetivos ideológicos de los miembros de la CIDH de ninguna manera deben ser aceptados por la comunidad democrática peruana, a menos que estemos dispuestos a transitar un nuevo de ciclo de judicializaciones políticas de los civiles y militares que defendieron el Estado de derecho frente a la insurrección bolivariana, luego del golpe de Castillo.
Vale recordar que el ciclo de judicializaciones luego de la caída del fujimorato dura más de tres décadas y que la persistencia de estos procesos, inevitablemente llevó a la elección de Pedro Castillo y a todas las devastaciones que experimentamos en el país. Sin embargo, vale detenerse en la sociología y la ignorancia de quienes redactaron el documento señalado de la CIDH para preguntarnos, ¿cómo así una democracia, con plena soberanía, puede aceptar tanta impertinencia ideológica que revela una ignorancia total de la realidad nacional?
El atrevimiento de opinar sobre nuestras instituciones republicanas (vacancia, disolución, acusación constitucional) y nuestra economía (modelo extractivista) tiene en esta especie de indigenismo posmoderno su principal explicación. En los siglos XX y XXI los campesinos de los Andes peruanos bajaron a la costa y tomaron las principales ciudades a orillas del Pacífico. Lima, una ciudad, con más de 10 millones de habitantes, se convirtió en la principal ciudad andina.
El Perú abrumadoramente se convirtió en un hervidero de encuentros del mundo andino –de extremada influencia hispana– con la globalización, en una de las mecas planetarias de un mestizaje intenso, frenético, pocas veces contemplado en tan pocas décadas. Si esta realidad no ha sido investigada y analizada es por la renuncia de los sectores republicanos y democráticos a desarrollar la batalla cultural, y porque desde la Universidad Católica hasta la mayoría de facultades de humanidades están evidentemente controladas por la ideología marxista.
Cuando José de la Riva Agüero, Francisco García Calderón y Víctor Andrés Belaunde se planteaban cómo construir la peruanidad con un mundo criollo que controlaba el poder y la economía, y un mundo andino excluido por la independencia y la república, el 80% de la población se emplazaba en los Andes. Hoy esos mismos Andes se han vaciado hacia la costa y el 80% de la peruanidad bulle en las ciudades. Pero no solo eso. Al lado de las corporaciones y transnacionales, se han apoderado de la mayoría de mercados formales e informales, de la mayoría de barrios de la encopetada Asia del sur de Lima y así sucesivamente.
Si tuviésemos que ser exagerados habría que decir que los racismos en el Perú se han invertido y los criollos tienen que andinizarse aceleradamente en la economía y la política para continuar. Si el Perú sigue trabado es porque la emergencia popular y andina todavía no se expresa en una nueva política y en una nueva cultura. Por todas estas consideraciones vale preguntarse sobre qué país visitaron los miembros de la CIDH para terminar repitiendo los argumentos de López Obrador.
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