César Félix Sánchez
¿Últimos días de la administración Castillo?
A pesar de los discursos reivindicadores y victimistas
Como siempre ocurre en el sainete tragicómico de la política peruana, pasamos de sorpresa en sorpresa. Pero las sorpresas verdaderamente sorprendentes son las sorpresas de muchos sorprendidos. Permítaseme explicar este retruécano: no era difícil imaginar que el maestro Pedro Castillo y su elenco harían feria con el gobierno. Para todos los que hemos experimentado en carne propia la «política real» de los gobiernos regionales, municipales y de las universidades nacionales y otros espacios devastados por la gestión pública en el interior del país no es ninguna sorpresa.
Desde el inicio mismo de su gestión, las personas proceden a ejecutar toda suerte de transas, incluso hasta con las gaseosas. Porque en muchos puestos de gestión estatal de nivel subnacional o incluso institucional (hospitales del Minsa, universidades nacionales, colegios públicos, sindicatos de trabajadores públicos, etc…) hasta la señora de la bodega de la esquina acaba corrompiéndose. Bastan solo tres cosas: un presupuesto otorgado por el estado o extraído de la sociedad con el aval del estado (como derramas, sindicatos, colegios profesionales o CAFAE); un conjunto de reglamentos, «derechos adquiridos», leyes orgánicas y leguleyadas análogas más frondosas que la Nueva Recopilación de Leyes de Indias y que los motu proprio del papa Francisco que “regule” esa entidad y, last but not least, elecciones.
Apenas se sienten los vientos de la vacancia de algún puesto electo en estos peculiares ecosistemas, se arma una empresa, un clan, donde un conjunto de paisanos, parientes, vecinos o amigos deciden organizarse e invertir en la captura de esa porción de erario. Y se inicia la campaña, que es una suerte de lotería o rifa de resultado incierto. Y aunque la alegre compañía pierda las elecciones ahora, si hay perseverancia en algún momento ganará. Y esa sola victoria servirá para pagar con creces los gastos de las diez o veinte campañas anteriores mediante el uso eficaz de la transa, como ya hemos dicho, hasta en las galletas o las gaseosas. Desde el día uno, si no, ¿cómo?
Muchos de estos aventureros ni siquiera son conscientes de que eso pueda ser delito. Tienen quizás la idea de que el presupuesto público es como el aire o el agua o los frutos de la pachamama: para todos. Pero para todos nosotros, seamos chotanos o moqueguanos. El famoso ñukayqu quechua: el nosotros excluyente. Por otro lado, siempre habrá abogados en medio del clan que, valiéndose de todo el batiburrillo contradictorio de normas que regulan y gobiernan esa parcela de poder, les aseguran que todo saldrá bien y que siempre hay forma. Cumplen estos individuos las mismas funciones que los chamanes en las sociedades arcaicas: propiciar a las fuerzas superiores (estado nacional, Poder judicial y Ministerio Público) y tranquilizar las angustias de la comunidad.
Pedro Castillo cumplía con todos los requisitos para convertirse en el típico aprovechador del erario público que experimentamos a diario en el interior del país. Hombre de escasa valía en ámbitos que no fueran el arte de extorsionar sindicalmente al Estado y «mover piezas» de dirigentes y profesores. Eso sí, como sigue siendo parte del Perú barroco, no deja de engolarse con discursos reivindicadores y victimistas para justificarse.
No nos extrañemos si algún día de estos amanecemos con la noticia de que ha pasado a la hermana república de Bolivia y que, en alguna conferencia de prensa involuntariamente cómica, denuncie persecución política. Pero consolémonos: pudo ser peor. Se decía del Segundo Imperio francés que fue una “tiranía atemperada por la corrupción”. Aquí tuvimos un «maoísmo atemperado por la corrupción». Al menos –y a pesar de las intervenciones crepusculares de don Aníbal Torres– no tuvimos «revolución cultural proletaria». Deo gratias.
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